Palabras: Jimena Salas / Fotos: Paula Virreira
Al entrar en su departamento, Amaro Casanova recibe a las personas con familiaridad y calidez que son, cuando menos, inusuales. Mientras va de habitación en habitación, hace un par de comentarios rápidos, cotidianos. De pronto, uno se siente como si ya fuera parte de la casa… como si hubiera estado ahí antes.
Reconocido como diseñador de modas, Amaro es, en realidad, interiorista de profesión. Y siempre está en movimiento. Él, su trabajo, su espacio, su vida, todo se transforma; todo se renueva incesantemente. Quizás le es tan fácil hacer que los demás se sientan a gusto porque está acostumbrado a estar rodeado de gente.





Su don social fue lo que hizo que, cuando empezó la pandemia, Amaro se sintiera levemente ansioso. Felizmente, su mejor amiga, Mili Villalobos, vive cerquísima, por lo que la solución estaba cantada. “Le dije, menos mal tú no eres una señora ama de casa, así que no sabes cocinar, ni hacer cosas domésticas. Yo voy a ser tu mayordomo personal”, bromea Amaro. Fue así que iniciaron una suerte de semiconvivencia durante los primeros meses del confinamiento.
El departamento de Mili, curiosamente, se parece mucho al de Amaro, pero no porque él la haya asesorado al momento de decorar. “Tenemos esta onda desarrollada por ósmosis, solo que cada uno dentro de su propio espacio”, cuenta el diseñador. Por alguna extraña razón, dice él, en su grupo de amigos existe una estética muy similar. “Minimalistas, no somos. Colorinches al mango, exóticos, de todas maneras. Tenemos una energía que hace que por más que queramos ser tranquilos y sutiles, no nos salga”, comenta con su sonrisa franca y desparpajada. Se nota rápidamente que es alguien que crea lazos fuertes, que se impregna de quienes lo rodean y comparte también su propia energía.
Este edificio de siete décadas es el lugar en el que más tiempo ha estado; siete años, para ser exactos. Se siente muy cómodo viviendo y trabajando en este depa. Si bien mucha gente cree que el hogar debe ser un santuario de tranquilidad y espacio personal, para Amaro, ese no es el caso. “Aquí vivo, trabajo, recibo a mis clientes, despacho con mi equipo, tenemos reuniones, es la guarida del club. Si alguien tiene un cumpleaños, lo celebramos acá; si nadie tiene qué hacer, vienen”. El diseñador describe su propio hogar como un “espacio transitorio permanente”, en el que, por más que básicamente vivan solo él y Ramón, su perro, siempre hay gente. La casa está constantemente llena.








Su mayor placer es compartir momentos: con sus amigos, sus clientes, su familia y, por qué no, hasta la fotógrafa y la periodista que hoy lo visitan para retratar su hogar. Por eso, mientras duró el aislamiento, intentó muchas cosas para calmar la angustia de no socializar: empezó haciendo las compras de sus vecinos mayores, se metió a cursos virtuales de todo lo que alguna vez quiso aprender y, por supuesto, reorganizó su refugio.
Aquí, el hilo conductor es el sofá de cinco cuerpos que da la espalda a la ventana, en la sala. En él se sientan las novias que esperan turno para entrar a hacer sus pruebas en el taller. Muchas veces, Amaro acaba presentándolas entre ellas y diciéndoles que intercambien datos, consejos, temores… Así, además, se convierte en impulsor de nuevas amistades.
Hace poco, cambió los colores del sofá, pintó una de las paredes de negro y colocó algunas piezas decorativas nuevas. Como se trata de una construcción del año 51, hace no mucho reventaron las tuberías, por lo que la pared del fondo de la sala quedó pelada. Al inicio, hizo un par de intentos por pintarla, pero el problema se ha repetido ya en varias oportunidades, por lo que simplemente ha dejado que el descascaramiento forme parte del arte.





Su casa es el reflejo exacto de quien él es, por eso está en constante transformación. Sus estudios en arquitectura y los eventuales proyectos de interiorismo que asume son fuente de inspiración y motivación. “Me encanta estar rodeado de elementos que disfrute y que cada vez voltee me hagan decir: ¡ay, qué bonito! O que me recuerden a algún momento importante”. Vive en un paisaje de representaciones de sus memorias.
Cachivachero como se define, uno de sus elementos favoritos es, por ejemplo, una urna con la imagen de Santa Filomena, mártir de la Edad Media con la que lo conecta una anécdota de viajes y casualidades del destino. Luego, está el retrato que hizo Adriana Tomatis de su abuela, regalos que le han hecho sus amigos y decenas de objetos chiquitos, cada uno con su propia historia. Es interesante el vínculo que mantiene con las cosas, ya que no está netamente asentado en lo material, sino también –y, principalmente– se relaciona con las personas que estos objetos representan. Por esta misma razón, en realidad, nunca está solo.
En la cocina, conserva un colorido altar cargado de elementos simbólicos. Es en este ambiente donde pasa más tiempo, sin lugar a dudas. “Tengo un déficit de atención muy, pero muy alto; y este es el espacio donde puedo encontrar el pretexto perfecto para estarme moviendo todo el tiempo”, acota. Por eso, le resulta muy cómodo organizar las reuniones con su equipo de trabajo ahí mismo, inspirarse o simplemente disfrutar del acto de preparar y compartir los alimentos.






Hay amor y entrega en todo lo que hace, ya sea diseño de espacios, vestuarios o de eventos. Amaro tardó meses en encontrar el término preciso para definir su trabajo: “Dirección creativa de proyectos vinculados a las emociones”. Por eso es tan fácil que, al llegar, prácticamente cualquiera se siente y luego se sienta en casa. A partir de ahí, la buena conversación y las risas son el inicio de algo mucho más significativo.