Energía en movimiento

Palabras: Rebeca Vaisman / Fotos: Katherinne Fiedler

Fue hace diez años. Valeria Ghezzi estaba embarazada y pasó casualmente por ese pasaje frente al malecón. Un recuerdo vino a su mente, algo como una sensación, la de haber estado ahí antes. La imagen de la virgen en medio del paseo, la vegetación, la luz… todo eso llegó a ella como una visión. Así que, cuando notó un cartel en la fachada, embarazada y todo se metió al depa por una de las ventanas que estaban abiertas. Sentía que había estado ahí antes y, en todo caso, supo que era donde debía estar en ese momento.

El presente no es más que una constante evolución. No has terminado de vivir el momento y ya pasó. Durante años, la pintora Valeria Ghezzi habitó una casa en El Olivar a la que dedicó reflexión y pensamiento para cada detalle. Había diseñado hasta el piso de la cocina, pues se había proyectado a vivir ahí toda su vida. De pronto, años después, se encontró por casualidad –o por destino– con un lugar con materiales y acabados que no necesariamente se conectaban con sus gustos, pero el espacio en sí tenía una energía que le hablaba. Se mudó pocos días antes de que naciera su hijo Alejandro, y lleva ya casi una década haciendo cada vez más suyo este hogar.

Su mamá, Pilar Ghezzi, y su hermana Daniela son interioristas. Pero en sus casas de la infancia y la juventud nunca imperó la perfección: todo siempre encontró su lugar de manera muy natural. No se hablaba de tendencias ni se renovaban mobiliario y objetos a cada rato. Valeria observa que el interés de su madre por el espacio tiene que ver con la calidad de vida. Ella siempre les ha repetido que la armonía que se genera alrededor de uno cambia el estado de ánimo, mejora todo.

Valeria se mudó muchas veces. Recuerda especialmente una casa. Cuando era niña, sus papás decidieron mudarse a la playa Pulpos, cuando no había ni una sola construcción. Era una costa desierta. Su inmueble era básicamente una terraza gigante, con una serie de ambientes que salían a este lugar de encuentro exterior. Fue diseñada por el arquitecto Juvenal Baracco: era una casa frente a las olas, que incluso se mojaba por la noche. El contacto con la naturaleza era absolutamente frontal. Valeria recuerda el sonido del mar, las plumas de los pájaros, los animales varados y la soledad en la arena. Es algo que la ha marcado. Y que regresa a ella constantemente frente al lienzo.

Sin embargo, quizás la mayor influencia en su forma de abordar el hecho de habitar, proviene de su abuela. Malvina Malachowska fue hija Ricardo de Jaxa Malachowski, uno de los arquitectos que trajeron la modernidad al Perú de inicios del siglo XX, y ciertamente de los más emblemáticos. Malvina siempre estaba atenta al espacio. Valeria recuerda perfectamente su salón, las salitas pequeñas, el piano. Malvina, madre de ocho hijos, también fue pintora pero nunca enseñaba sus cuadros y su taller estaba siempre cerrado con llave. Su nieta Valeria heredó los muebles de ese taller e incluso llegó a usar la casa vacía, antes de que la vendieran, como espacio para trabajar. Pero jamás vio los cuadros de su abuela, solo a lo lejos, cuando llegó un camión de Emaús y se llevó todo. Así lo quiso Malvina.

Entonces, en algún momento era importante para Valeria decidir cada detalle de su casa. Hoy, en cambio, el espacio que mejor representa su forma de vida es la terraza. Maravillosa, viva. En cambio constante. El piso laminado no le funcionaba, así que le puso pallets de madera encima, creando una nueva textura natural, amable y avejentada, un piso que limpia muy, pero muy de vez en cuando. Sus cactus y suculentas crecen libremente, ha sembrado un huerto. La artista shipibo-coniba Silvia Ricopa hizo un mural; por ahí, Valeria pintó otro retazo de pared con pintura de loza deportiva. Con los años ve las cosas de manera más sencilla, es poco lo que necesita, y poco lo que es realmente importante. Aunque es cauta al decirlo, asegura que está agradecida.

“Aquí nada es un proyecto, nada es planeado. Todo ha surgido de manera muy orgánica y muy libre también. Me permito hacer ciertas cosas que se me ocurren en el momento y que sé que luego puedo cambiar. Yo soy de las que me quedo pegada contemplando algunos rincones. He estado en casa de algún amigo que tenía el respaldar de una silla rota tirado en el piso, le he pedido que me lo regale y ha acabado colgado en mi casa. Son cosas que me dicen algo en el momento, después cambio, percibo el vínculo, y veo si se van o se quedan donde las he puesto”.

Por ejemplo, las piezas que tiene en la baranda de su escalera provienen de algún lugar que se conecta con Valeria; tiene piedras y muchas (las más grandes) son regalo de su padre, Eduardo, quien colecciona minerales. Valeria sabe perfectamente la razón por la cual cada objeto está ahí, en el muro, y no se olvida de su origen. No le es fácil desprenderse. “Creo que mi casa está llena de complejidades, todo es producto de un vínculo, no suelo tener nada con lo que no me quiera identificar. Los objetos son como espejos y están ahí para percibir algo, hasta que hayamos acabado de relacionarnos; a veces nos odiamos a veces nos amamos. Cosas que tengo están ahí por su valor funcional pero la mayoría de veces gana sobre ello su presencia simbólica o su valor sentimental.”

“Me interesa la ‘artesanía’ como una manera de comunicación femenina que se basa en repetir patrones. El tejido o la cestería, por ejemplo, nos conectan con una espiritualidad sostenida. Lo femenino es como una red que nos sostiene”.

En su obra artística, Valeria trabaja con patrones, entre los cuales algunas veces utiliza el texto y lo descompone. Otras veces, los patrones escapan del bastidor y el lienzo se vuelve un textil, un cojín que ella hace para un uso personal, o para dárselo a alguien.

“Crear un cuadro es permitirme un espacio en el que pueda reflejarme. Es como ver otro ‘yo’ que me va a acompañar. Las piezas de arte tienen un espíritu que acompaña. Se van construyendo como crece una planta. Elaborar una pintura es un trabajo que puede tomarme años, es un proceso lento y vivo que  me aporta nuevos campos de percepción. Entonces, así como las plantas que están formadas por células que se multiplican igual que nosotros, eso pasa con las obras que produzco. Muchas están compuestas a partir de patrones o de una veladura de color que está transmitiéndome la vibración que necesito. A veces busco un estado particular, y sé más o menos adónde acudir”.

Valeria va acomodando sus cuadros en el taller y en la oficina que tiene dentro de casa (tiene un taller aparte, para cuando requiere salir). También convive con su obra en otros ambientes de su casa, los va colgando alrededor y situándolos de acuerdo a cómo los necesite. “Cada cierto tiempo me muevo con la idea de romper el orden establecido y entrar a una nueva dinámica del flujo. Desordenar es siempre parte de mi práctica y volver a encontrar ritmos que se sincronizan con mi mente”.

“No le temo a la incomodidad de una imagen o postura, porque sé que nada es estático, todo tiene la ventaja de transformarse. Me gusta ser irreverente con el espacio, divertirme; entrecruzar lecturas, exagerarlas hasta corromperlas, en la medida que el espacio me lo permita. Todo está en constante movimiento. Nosotros mismos, como personas, estamos cambiando permanentemente”, explica. “Cuando estás en una casa que está puesta de una manera particular y las cosas están estáticas, llega un momento en el que sientes que la energía no se está moviendo. Para mí, los objetos que tengo, y las obras que produzco, sirven para mover la energía, porque lo considero necesario”.

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