Palabras: Romina Herrán / Fotos: Hilda Melissa Holguín
Colores sin miedo a la intensidad, volúmenes que se atiborran y se superponen, y arte que escapa de las paredes para acercarse más a quien ocupa el espacio. El departamento de Mariú Palacios podría interpretarse como la exultante representación de una vida inspirada, como una oda a esos objetos con alma que se vuelven detalles inesperados, y que van conformando el pensar y el habitar.






La artista plástica se mudó a este departamento con su familia —su esposo Javier y sus dos hijos— buscando más espacio y una vista aireada que los acompañara. El edificio tenía un estilo señorial que no iba del todo con Mariú, así que ella decidió concentrarse en su departamento y transformarlo en un lugar 100 % suyo.
Mariú llamó a su amigo, el arquitecto Jordi Puig, para que la ayude a trasladar sus ideas al interiorismo y la decoración del depa. El proceso de creación se convirtió en un proyecto divertido, que fluyó rápidamente y resultó en un reto creativo para ambos.
El depa tiene un ánimo artístico. Apenas se abre la puerta se ve el salón con el remate verde de la terraza. Es usual que la música esté encendida —con una playlist que incluya a Gustavo Santaolalla, Ennio Morricone y Chopin, por ejemplo—. Una alfombra de rayas, hecha en alpaca, de 10 metros de largo por 3 metros de ancho, une las áreas del comedor y la sala, dándole un efecto lúdico y acogedor al ambiente social.



En el comedor es de piezas grandes y sólidas. A veces se necesita poco para expresar mucho. Están la mesa redonda en mármol negro, las sillas inspiradas en la Platner Armchair y la araña con esferas opalinas en el techo. En las paredes, una obra en pizarra y tiza de la artista chilena María Edwards, y un díptico del peruano Alejandro Jaime.
El lugar más especial del para Mariú Palacios es su sala. En el sillón Chesterfield de cuero negro, que eligió porque quería un sofá clásico, es donde suele tomar su café peruano cada mañana y pasar el tiempo de reflexión, escribiendo y curando sus obras. Resaltan en el espacio unas butacas con arte geométrico que ella misma pintó para una exhibición individual en la galería Ginsberg + Tzu. También una mecedora antigua que compró en La Cachina de Surquillo cuando se casó: no solo le pareció “una belleza de diseño” sino que su desconocida historia detrás la cautivó. “Hasta hoy me pregunto de qué familia habrá sido, si habrán reído o llorado en ella”, dice Mariú. “Quise rescatarla. Me encanta esa sensación de ser heroína de los objetos”.




Dos libreros enmarcan la chimenea y las repisas confirman la relación que la artista establece con los objetos que encuentra, rescata y preserva. Aquí, la idea es atraer la vista curiosa. Se encuentra un retrato que le hizo su muy buen amigo Víctor Rodríguez; los títulos oficiales de los miembros de su familia paterna que fueron héroes de la guerra con Chile; arte, por supuesto, como la pieza de la peruana Lorena Noblecilla. Hay curiosidades, como el sombrero del ejército francés que compró en una tienda de antigüedades en Madrid o la imagen de un niño teniendo una pesadilla, que encontró como un tesoro en La Cachina. También hay recuerdos de viajes y momentos, como la hiena que trajo de África, el animal mitológico que halló en una travesía a México, y unos zapatos de taco icónicos que compró luego de ver una exhibición retrospectiva de Alexander McQueen, porque Mariú es también amante de la moda.




El alma del espacio está en su arte. Dispuesta de manera creativa, la colección de Mariú quiere interactuar con quien la mira, con quien pasa. De manera colectiva, el arte en este depa es un lenguaje, pero cada obra tiene un mensaje propio. Hay tanto que mencionar. Como “Las dos Fridas”, la pieza creada por Las Yeguas del Apocalipsis, ese dúo chileno de activismo y performance conformado por Pedro Lemebel y Francisco Casas, que recrea uno de los famosos autorretratos de Frida Kahlo; o el cartel sobre la chimenea del colombiano Pedro Manrique Figueroa, en el que se lee, con ironía, burla y provocación: “El arte es para maricas”.
Al otro lado del área social, la pared está tomada por piezas de gran formato. Tres cuadros en blanco y negro, del mexicano Carlos Amorales, muestran a unos personajes tribales que simbolizan el poder de la mujer madre; son, para Mariú, “los guardianes de la casa”. Puede recorrerse el mapa del artista venezolano Luis Arroyo, que le gustó “porque es un universo muy diferente”. Y una de las piezas más expresivas de la casa es de la propia Mariú: se trata de un cuero “tatuado” con poesía.






Desde el pasadizo, pasando por el escritorio y hasta el baño de visitas, el resto de la casa se enciende con obras de artistas, sobre todo peruanos, como Diego Lama, Giancarlo Scaglia, Aaron López y Huanchaco, y algunos internacionales, como Sandú Darié Laver, Wesley Duke y Michal Worke. Mariú Palacios, quien ya prepara su siguiente muestra individual para el 2026, necesita habitar la imagen y la reflexión detrás de esta. El arte en casa no es decorativo, es una manera de hallarse constantemente, también en la visión del otro.
Cuando hay buen clima en Lima, suele almorzar con su esposo en la terraza. Ella buscó una jardinería salvaje, justamente para rebelarse contra el estilo señorial de edificio, y se la encargó a la paisajista Alexandra Patow. Incorporó los Cuernos de Alce, una “herencia viva” de su madre. “Ella los quería mucho, eran como sus joyas y, por eso, les tengo tanto cariño”, explica Mariú. El sofá y las dos sillas que ubicó en ese espacio exterior pertenecían al recibidor de la casa de su bisabuela. Aunque están retapizadas y lijadas, son parte de las memorias de su infancia.


En este hogar pletórico de objetos encontrados, intercambiados y deseados, nada ha llegado sin una razón de estar. Mariú se propuso crear un hogar con alma, y esa es su búsqueda instintiva detrás de casa cosa que entra a hacerse un lugar, desde el arte, hasta los muebles, los libros y el accesorio más pequeño. Para ella, “cada objeto tiene un susurro maravilloso”, y ese es el espíritu que se posa sobre su casa.
