Palabras: Rebeca Vaisman / Fotos: Noma
Llegaron al Valle Sagrado hace poco más de dos años. Luciana Goytisolo y Giacomo Roncagliolo vivieron primero en una pequeña casa que alquilaron desde Lima, ya amoblada, que quedaba en una zona industrial. Lo decidieron así porque querían probar si se acostumbraban al valle y a vivir juntos, cosa que no habían hecho hasta entonces. Luego de seis meses, convencidos ya de permanecer en Cusco un buen tiempo más, se mudaron a la casa que ocupan hasta ahora: más grande, de dos pisos, con jardín y lindas vistas.



Esta vez, buscaron un lugar que no esté amoblado para hacerlo a su estilo y sentirlo más su hogar. La casa se encuentra en Chajuar, un sector en las afueras del centro de Urubamba; está en una cuesta arriba y por eso tiene una linda perspectiva, con campo alrededor y otras casas bonitas. Luciana y Giacomo sienten que aquí le han sacado provecho al valle, pues una de las principales razones para dejar Lima era estar en contacto con la naturaleza.
La historia de su mudanza es también la historia de la pareja. Giacomo, escritor y periodista, decidió irse al valle en la pandemia. Durante siete meses estuvo viajando por distintos pueblos cusqueños, sin ganas de asentarse sino más bien de conocer otros entornos. Entre viaje y viaje, trataba de pasar una semana en Lima; en una de esas visitas conoció a Luciana, música profesional y profesora de canto. Se enamoraron rápidamente. Pero no estaba en los planes de Giacomo volver a Lima.




“Yo quería seguir viajando por el Cusco y luego probablemente irme fuera del país. Pero apareció Luciana en mi vida. No podía proponerle irnos juntos tan rápido. Así que decidí rearmar mi plan y volver a Lima para conocernos más”.
Por ese entonces, Luciana había regresado a la casa de su madre con Milo, su hermoso, juguetón y gran perro, que ya había hecho varios destrozos en la casa familiar y con el que le resultaba difícil encontrar un departamento para alquilar en Lima. Mientras se conocían más, Giacomo se esforzó en explicarle las ventajas del valle, no solo para ellos, sino para Milo. Más espacio, otro cielo. Diez meses después, se embarcaron en la mudanza juntos.
Luciana tenía varios muebles y electrodomésticos propios, como su cama y una refrigeradora, que estaba guardando momentáneamente en las casas de distintas personas que le hicieron el favor de cuidarlos. “He tenido suerte porque cuando me mudé sola hubo mucho cariño: me regalaron varias cosas, recibí sillones de mi abuela, muebles de mi mamá, cosas que mi madrina me compró”, explica ella. Giacomo, en cambio, había vendido prácticamente todo lo que tenía para poder llevar a cabo su aventura nómade. En Lima, solo le quedaban sus libros y un escritorio.





Trasladar todo al Valle Sagrado fue, como ellos lo definen, un parto. Tuvieron que reunir y embalar todo, y llevar los grandes bultos a una empresa de encomiendas: desde ese punto, sus cosas pasaron por varios camiones hasta llegar a ellos. Sabían que sería un montón de trabajo, pero consideraron que valía la pena por ser una inversión de una sola vez. Cuando dejen el valle venderán todo.
La sala se encuentra en medio de la primera planta; la cocina está a un extremo y, al otro, se encuentra la oficina cerrada. Luciana la usa más, pues da clases de canto virtuales y presenciales, y usa su teclado, así que necesita una habitación que aísle su música. Esa misma oficina se convierte en cuarto de visitas cuando llega alguien, solo hace falta meter el sofá cama. Giacomo trabaja en la segunda planta, en el escritorio que guardó desde Lima: su oficina está integrada al dormitorio. Cuando hace buen tiempo, se muda al balcón para escribir mirando el monte, chacchando coca y fumando.
También compraron cosas localmente, sobre todo para almacenaje, pues la casa no tiene armarios. Luciana ha desarrollado una especie de adicción a comprar jabas de frutas en los mercados y hacer estantes con ellos. Además, cada vez que va al pueblo regresa con una nueva planta.





La casa no tendría tanta decoración si Giacomo estuviera solo. Para Luciana era importante sentirse representada en el espacio y juntos razonaron que no tenían por qué reprimir ese deseo, sin importar el tiempo que se queden. Desde ya, Luciana entiende que desprenderse será un ejercicio difícil, pero es más importante vivir a cabalidad el presente.
Tienen una cotidianeidad muy tranquila. Ella dicta clases a lo largo del día, y en sus descansos lee, estudia y toma sol; a él, como freelance, le tocan picos de trabajo intenso y otras semanas en las que tiene más tiempo para leer; pase lo que pase procura escribir. En su jardín frontal han puesto una piscina armable, un comedor y de vez en cuando se prestan una parrilla. La suya es la casa anfitriona; es donde caen todos sus amigos, que son también sus vecinos.

La meta del 2025 es irse juntos a España para estudiar. Ambos consideran que compartir el valle ha sido el reto máximo como pareja, pero también ha sido sanador. Recuerdan la primera Navidad que pasaron ahí: con Milo y una perrita a la que daban temporal, y ellos dos tomando vino, preparando un risotto y escuchando música. Fue un momento de bienestar máximo. Es natural que una convivencia tan intensa, sobre todo en un contexto de cierto aislamiento, genere situaciones y negociaciones, pero este entorno y su tranquila rutina les han permitido construir un hogar en libertad.

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