Palabras: Jimena Salas / Fotos: Leslie Hosokawa
Al inicio, sus respuestas son breves y precisas. Su voz es amable, pero las palabras son escasas. Tal vez porque pasa mucho tiempo en silencio, como en permanente estado contemplativo. O acaso porque aún resuenan en su cabeza los veinte proyectos que ha comenzado a cocinar desde que volvió de su último viaje. Sea cual fuere el motivo, la artista plástica Rocío Cáceres empieza contestando puntual y lacónicamente.
Hace trece años, ella y sus hermanos decidieron dejar Lima para mudarse al Valle Sagrado. Vendieron todo y empezaron de cero, algo que ella nunca se ha cuestionado. “Ha sido la mejor decisión de mi vida”, apunta.





Ahora, ya lleva unos cinco años en su casita actual, en Huayoccari, una que ella construyó. Ahí convive con uno de sus hermanos. Edificó una casa en forma de ele, en cuyos extremos se encuentran las habitaciones. Rocío ocupa el extremo que tiene un segundo piso, de manera que pueda tener su taller de arte y dormitorio a escalones de distancia. Su hermano está en el extremo junto a la cocina, porque le encanta cocinar y es quien se encarga de preparar las comidas. “Él cocina de dioses; yo solamente hago comida para los perros”, bromea Rocío. Poco a poco, mientras vamos deshilvanando sus vivencias, las palabras empiezan a brotar, igualmente gentiles, pero cada vez con más brillo.
Su casa ha mutado la decoración varias veces. Rocío está acostumbrada a crear; las ideas vienen una tras otra a su mente y ella las ejecuta tan pronto como sus manos se lo permiten. Por eso, nada se mantiene en una sola forma por mucho tiempo. “Empecé decorando con objetos que teníamos de la casa en Lima; que luego he mezclado cosas que he ido encontrando en el camino, pero sin seguir ninguna línea. Encuentro algo que me gusta y lo pongo. Creo que tengo algo de terror al vacío, todo lo tengo que llenar”, reflexiona. Esto hace que cada ambiente de su hogar esté lleno de detalles, de elementos que invitan a acercarse y quedarse un momento, simplemente a mirar.






La artista no soporta las paredes blancas; para ella, tener su casa sin color sería algo así como una locura. Pero igual, no descarta la posibilidad de que esto se le antoje en algún momento. Así de cambiante es, y así se reconoce. Ella llama a la transformación constante, al movimiento permanente.
Su dormitorio, lleno de objetos de la gama del morado y el lila, ha sido remodelado ya tres veces. Las paredes de la sala también han modificado su color y diseños. Ella misma ha hecho diversos sellos para crear patrones en los muros. Todo alrededor de Rocío es manufactura y creatividad.
La decoración de una de las puertas de ingreso, por ejemplo, ya ha pasado por varias etapas. La más reciente es el look con marco de huachas de metal (en combinación con una suerte de tirador) que Rocío le ha puesto. Al lado, además, uno de los muros tiene dibujados pequeños círculos. “Creo que el espacio nunca va a estar terminado. Para mí, es un proceso que va a durar hasta que me muera”, dice.
Sea lo que sea que emprenda entre los muros de su casa, solo existe una premisa: tiene que terminarlo el mismo día. “Si no, no lo soporto. Si hago una pared, debe estar lista en la noche; de lo contrario, me aburro”, sentencia. “Así no duerma, la tengo que terminar”.




A medida que habla de sus procesos creativos, Rocío se distancia de sí misma; sin darse cuenta, empieza a enmascarar sus pulsiones artísticas en forma de pequeñas obsesiones y manías. Habla de sí misma con modestia y mirada autocrítica, como si cambiar todo para disfrutar lo que ve fuese compulsivo, o como si mover los objetos hasta hallar su ubicación exacta fuese cierta clase de neurosis. Tal vez, no es consciente de que eso que ella juzga en sí misma es una muestra más de cuán prolífica es su creatividad. Su placer por el orden y la redistribución de piezas en el espacio son mencionados con timidez, aun cuando el hecho en sí envuelve una hermosa premisa: “Las voy cambiando de acuerdo a lo que me provoca. Yo creo que todas las cosas encuentran su lugar”.
Cada mañana, Rocío se despierta cerca de las cinco y media. Practica un poco de yoga; hace algunos estiramientos y baja a tomar desayuno. Luego, se dedica a arreglar sus plantas, para posteriormente ir a trabajar al taller o a la galería, que ha llamado La puerta del gato. Acomoda sus cosas, almuerza, sale a caminar largo con su perra, vuelve y retorna a sus obras o deberes. De ahí, todo transcurre rápido como hasta las ocho y treinta, hora en que ya está lista para acostarse. Como no tiene televisión, lo mejor es ponerse a leer o a tejer para entregarse al descanso profundo.
Al día siguiente, el ciclo reinicia, aunque siempre con pequeñas variantes. “Si estoy trabajando ‘sucio’, estoy en el taller, pero si estoy tejiendo o haciendo otras cosas por el estilo, sí puedo estar en cualquier lugar de la casa”, comenta. En la sala, teje, cose; en el comedor, puede cortar telas. La idea es ocupar los espacios, no dejarlos solos porque le da pena.






Ahora mismo está pensando en madera, ya que ha traído unas cucharas de Marruecos sobre las que quisiera trabajar. “En realidad, puedo pensar en eso, pero luego me siento y se me puede ocurrir otra cosa”, explica. Al igual que los objetos de su casa, las ideas de sus piezas se van moviendo hasta que se acomodan donde deben estar. Es un proceso orgánico que no quiere –ni tiene por qué– cambiar.
Rocío habla sobre los regalos que fabricaba su papá para sorprender a sus seres queridos; sobre su abuelo, a quien le encantaba trabajar con madera; sobre la pasión de su abuela por la costura; y de cómo todo esto se relaciona con su propio deleite por el trabajo manual. También cuenta sobre la galería que ha armado ahí mismo, en la entrada de su casa, donde expone y vende sus piezas junto con las del artista Federico Bauer.
Los murales que Bauer ha pintado en un hotel del Valle Sagrado son la primera llamada de muchos turistas que luego llegan hasta Huayoccari para llevarse algo de arte. Por eso, ahora sabe que el boca a oreja es la mejor estrategia de ventas de su trabajo. Explica que ni Federico ni ella pudieron mantener la cuenta de Instagram que abrieron. Luego comenta que cada quince días viaja a Cusco y que le encanta esa ciudad, pero que a Lima no llega nunca. Que le gusta recibir gente en casa, pero que no es que tenga muchísima vida social; que disfruta de su paz y su independencia.





Conversa sobre sus dos perros, Gonzales y Fulana. Gonzales es un perrito chusco que fue recogido en las calles; Fulana, una chihuahua que trepa cerros y deambula con ella por horas. Su hermana ha construido al costado de su casa; y aparte tiene por vecinos a seis niños que alegran el entorno con sus risas. Cuenta que conoce a un chico que ocasionalmente le lleva a su toro; lo deja amarrado afuera de la casa y ella le da agua en un balde. Recuerda que hace poco le encargaron un cerdito bebé para que lo cuidara. Me muestra las fotos y es verdaderamente adorable.
Hablamos y hablamos, y entiendo que la paz que encuentra en ese lugar es inconmensurable, inabordable en palabras. De pronto, el tiempo se ha vuelto escaso para absorber todo lo que Rocío tiene que compartir sobre su apacible vida en el Valle. “Vivir acá es un privilegio, todo es sencillo y natural, la gente es amorosa”, concluye. Al final, lo que es indiscutible es que al menos ella ya encontró su lugar.