Palabras: Rebeca Vaisman / Fotos: Camila Novoa
Rossie Salinas se mudó a este departamento hace 31 años. En ese entonces estaba separada y había vuelto de una estancia larga en París. Ya llevaba seis meses viviendo en casa de su madre y sabía que era tiempo de moverse. Cuando su amigo, el arquitecto Mario Lara, la trajo a ver este edificio, Rossie se encontró con un espacio pensado para otra gente: el depa no estaba arreglado, incluso lo sentía “en crudo”. Pero estaba lleno de luz y, sobre todo, se veía el mar. Amplio, libre. Rossie lo tomó.





Cambió la cocina, los baños, todo. Aunque el edificio no era su diseño, Mario Lara le ayudó con la remodelación: abrió una puerta corrediza entre el dormitorio principal y la sala, para que tenga un aire más de loft si es que a Rossie le provocaba, y sumó detalles como los zócalos y los adornos en las esquinas de los techos. Turati Gonzáles decoró el departamento. Claro que nada se ponía o se hacía sin la aprobación de Rossie, y es muy enfática en precisar eso. Cuando estuvo terminado, ella se sentía en el mejor lugar del mundo.
“Cuando yo me mudé aquí, mi mamá y mi hermana tenían casas grandes, a mi familia le parecía chiquito este departamento, no entendía. Pero yo había vivido en París en un piso de 70 metros cuadrados –que es un montón para París–, ¡así que esto que tiene más del doble me parecía súper! Aquí tenía cuarto de visita, baño de visita… Hasta un tercer cuarto que lo volví clóset porque me encanta la ropa, tenerla ordenada y poderla ver”.



Rossie era distinta, siempre lo fue. Paraba con artistas. A Barranco solo se mudaban los bohemios. “Todo el mundo quería vivir alrededor del Golf, y yo no podía entender por qué la gente no quería ver el mar”, asegura Rossie. Ella sí lo necesitaba, porque es Cáncer y porque el mar, para ella, representa ese horizonte que no tiene fin…
“He vivido en Montreal, París y Londres, y en todas mis casas he tenido vistas. En París estaba en un cuarto piso, pero era suficiente para ver todos los techos de la ciudad”, cuenta Rossie. En su departamento barranquino, la luz entra por ambos frentes. Si no está nublado, pueden verse hasta los cerros hacia atrás. Rossie fue dichosa viviendo aquí desde un comienzo, a pesar de que casi todos sus amigos estaban en San Isidro o Miraflores. Eso lo resolvía fácilmente ofreciendo cenas y fiestas por lo menos cinco veces por semana.
Además, no era la primera vez que sorprendía a su familia. Cuando, a los 24 años, le comunicó a su mamá que se iba a vivir con su novio, fue un escándalo. “En esa época una mujer de 24 años no se iba de su casa”, se ríe Rossie. “Mi mamá se paró en la puerta con los brazos abiertos, diciéndome ‘¡No te vas!’”. Pero no le quedó otra que dejarla ir. Rossie necesitaba salir y hacer las cosas a su manera.





No es exagerado, entonces, decir que ha sido pionera en muchos sentidos. Fue la primera asesora de imagen, cuando la mayoría de la gente no entendía para qué podía necesitar ese servicio. También fue una de las primeras maquilladoras profesionales, con estudios de maquillaje y cosmetología, que abrió su propio salón en 1981. “Yo venia de estudiar Bellas Artes, tenía un concepto distinto del maquillaje”, explica Rossie. “Hoy en día escuchas de highlight y de counturing… ¡Yo en el año 1981 ya los hacía!”.
Todo pionero tiene un gran referente. En el caso de Rossie Salinas, su inspiración fue su padre. Coleccionista de cuadros en los años sesenta, fue mecenas de algunos pintores peruanos. También era un cinéfilo que podía ver tres películas por día. Había sido profesor de Historia y Literatura antes de abrir su negocio, así que era un hombre culto: sabía de directores, de libros y de su época, y era extremadamente cool, incluso (o, sobre todo) para su hija. “A mi papá le gustaba todo en grande; no era exagerado, pero le gustaba lo fino. Era un hombre muy sensible”. Murió joven, cuando Rossie tenía apenas 24 años y acababa de abrir su salón. A ella le encanta hablar de su papá. Y le encanta verlo: su foto, de perfil interesantísimo, está en uno de los espacios en los que más tiempo pasa Rossie, su clóset. Es un homenaje íntimo y justo, pues él siempre accedió a acompañarla a comprarse ropa.
Y es por su padre que Rossie se hizo artista. Increíblemente, ella había ingresado a la carrera de Administración de empresas en la universidad, pero la intuición paterna la matriculó en las clases de dibujo de la gran Cristina Gálvez. Ahí descubrió que podía trazar un cuerpo humano. Descubrió también que ningún cuerpo, ninguna cara, eran iguales. Muy pronto, se fue a estudiar Bellas Artes a Montreal, en Canadá.


Ella era quien maquillaba cuando necesitaban grabar los ejercicios para la universidad. Al terminar, se mudó a Londres y decidió tomar clases de teatro y de Cosmetología. “Al profesor de Shakespeare lo boté rapidísimo”, se mata de risa Rossie. La entrenó Julia Cruttenden, quien había sido directora de maquillaje de la BBC y luego fundadora la escuela Greasepaint. Cuando Rossie regresó al Perú, abrió su salón. Pepe Cánepa se lo decoró y ella lo recuerda precioso, aunque un poco exagerado (como eran ambos en esa época, dice), con muebles hechos de pino chileno y un counter enorme para el maquillaje profesional que ella importaba.
Hace 30 años nadie pintaba su casa de amarillo ni usaba sisal en la alfombra. Sus muebles de sala eran de mimbre forrados en telas que caían en off-white. Era una decoración muy de al lado del mar. Julio Ramón Ribeyro vivía arriba en el edificio. “Me tocaba el timbre los domingos para tomar un vodkita straight. Invitaba a sus amigos intelectuales y yo me metía al ascensor y subía”, recuerda Rossie. “Cuando él estaba ya muy mal, internado en la clínica, vino su esposa a verme. Me contó que él siempre decía que el departamento más lindo de Lima era el mío, entonces ella me pidió permiso para copiar mi color de paredes y los muebles. Por supuesto le dije que sí, vino con su pintor y todo. Pero Julio Ramón nunca llegó a verlo”.
La casa ha ido cambiando. Hace unos años, el dormitorio y la sala se los volvió a decorar Sébastien Ratto-Viviani, arquitecto, además de director de Assouline en Europa. Desde entonces no ha cambiado drásticamente, aunque Rossie siempre va sacando y poniendo cosas.
“Para mí hay que mezclar nuevo con antiguo: si pones todo nuevo, ¿dónde quedan tus vivencias? Tampoco puedes hacer todo lineal, cuadrado y simétrico. O ponerlo todo beige… Yo sé muy bien qué me gusta y sé que no es eso”.




Hay algo más profundo en la belleza, que es la armonía. Los últimos años, Rossie los ha dedicado a un trabajo espiritual. Toma muchos cursos, medita. Hizo Tai Chi durante 20 años para protegerse de la energía. “Hoy soy consciente de la energía del ambiente. Antes hacía muchas reuniones aquí en mi casa y hoy casi no salgo. Mi casa está muy limpia porque yo aprendí, como decía Gandhi, que a mi casa no entra nadie con pies sucios. Él se refería a la energía. Aquí siento paz, tengo cristales por todos lados, y sobre todo tengo la gran vista al mar”.
Ese mar que se renueva constantemente. Amplio, libre, vivo. Como la voz que la llamó en un principio a este departamento y a tomar cualquier otra decisión en la vida. Rossie ha encontrado una nueva forma de habitar sus espacios. Lo importante es que sea siempre a su manera.