Palabras: Jimena Salas / Fotos: Paula Virreira
La fotógrafa y artista visual Gihan Tubbeh tiene una casa llena de objetos especiales, vistosos, bonitos; pero también otros banales u obsoletos. No sabe cómo llegan a ella, o tal vez lo intuye, pero no necesariamente entiende cómo sucede ese proceso en el que cada pieza va encontrando su lugar.
“Empiezo a jugar y me quedo un poco pegada; pero muchas veces es para tapar un hueco o una mancha”, explica medio entre risas, medio en serio. “De repente, pongo algo y todo empieza ganar armonía. Entonces, creo que mi trabajo en general o mi manera de ser siempre han sido muy accidentales, y algunas veces siento que el error o el accidente se han vuelto mi recurso”.






Hasta el más pequeño detalle acomodado entre estas paredes es una excusa para hablar de arte: los rompecabezas a medio hacer sobre la mesa del comedor, la calimba en la mesa de centro, los folletos, libros y revistas dispuestos por todo el salón, la silla de barbero, los televisores antiguos, el teléfono público de color anaranjado, la gigantografía del David de Miguel Ángel apoyada en una pared del jardín interior –su ambiente favorito–, los soldaditos de juguete, los espejos, las rocas, los posters y, por supuesto, las fotos son un inventario de los pensamientos de Gihan.
El comienzo de su carrera en el mundo de la fotografía también sucedió así, de forma accidentada. “No sabía mucho técnicamente, sabía muy poco, el flash de mi cámara era semiprofesional y reventaba automáticamente las imágenes porque no sabía cómo usarlo; no podía enfocar bien”, recuerda. La primera experiencia fue hacer fotos en el hospital Larco Herrera. Casi todas las imágenes, según ella, estaban movidas, mal compuestas; y una por una, las eliminaba. Hasta que se dio cuenta de que había más alma, más magia en esa contingencia. Esas fotos hablaban mucho más de ellos, los pacientes, y de su sentir. Este fue el nacimiento de la serie Delirios nocturnos, la misma que la hizo conocida en el medio y la convirtió en una suerte de “fotógrafa de la noche”.








Por supuesto que a Gihan no le gusta que la encasillen. Ella misma se considera una persona a veces romántica, con muchas facetas, así que lo de fotógrafa nocturna no le era suficiente. Por eso ha seguido explorando en su taller, en sus viajes, con aquello que se topa frente a sus ojos y se vuelve otra obsesión. “La verdad, no sé dónde está mi término medio. En el trabajo visual no encuentro mucho el término medio”, reflexiona. Y esto le trae a la mente uno de sus procesos, iniciado en 2017, el proyecto My Dearest Wife, que la impulsó a comprar paquetes enteros de cartas viejas escritas por soldados estadounidenses a sus esposas. Es un proyecto sobre el amor y la guerra, sobre qué significa extrañar y desear, incluso a un extraño, explica.
Luego, están las rocas. En su habitación, muestra un pequeño altar de piedras de diferentes tamaños, colores, texturas. Arma pequeñas pilas con ellas y las dispone en sus repisas, o a lo mejor en algún rincón de la sala… aunque la mayor parte de ellas están clasificadas y ordenadas meticulosamente en tápers de plástico. Está empezando a crear; ese es su proceso: observa largamente, investiga, se sumerge en algo, lo habita y, finalmente, nace la obra.
“Me gusta investigar, sí, pero no soy metódica; soy bien caótica. Por eso surge esa manera poética de decir las cosas de forma no estructurada. Hay artistas que hacen una investigación sólida, conceptual, que visualmente los hace ordenar bien el archivo, todo el concepto, la información, la historia. En cambio, a mí se me van olvidando algunas fechas y datos. Más me fascina todo lo que se construye alrededor; incluso a veces las mentiras, las ficciones. A veces, yo también puedo jugar con la verdad, con la realidad y la ficción y alterar todo según cómo lo perciba”.




Generar narrativas a partir de los objetos le resulta natural y placentero. Por eso ha ido trayendo todo tipo de elementos a casa. Muchos de los muebles son piezas restauradas de los Traperos de Emaús o compradas en mercados de pulgas. Estas y muchas otras antigüedades que pueblan cada estancia son sus “tesoritos”, así los llama. Gihan siente que las cosas que posee le ayudan a llenar ciertos vacíos, afirma que forma parte de su personalidad generar apego hacia ellas. Por eso, acomoda sus piedras con ternura, endereza los adornos con ceremonia, apila las revistas y libritos con amor.
“La radio estaba en la basura y le puse esa luz que ilumina bastante por la noche. El teléfono público lo encontré en una calle en Colombia y lo traje conmigo. Por Arenales, regresando de hacer un trámite veo cosas acumuladas en una esquina y me las llevo. En todo momento estoy buscando”, explica con ese tono entre entusiasta e impetuoso. Ella es desorden, tropiezo y creación. Cuenta que una vez, cuando era muy joven, su madre casi la mata por llevar un bidet a casa. Estaba resuelta a pintarlo y llenarlo de plantas. Casi de inmediato, señala una pierna plástica apostada en un rincón: es un elemento que la acompaña desde los 17 años, que ahora se complementa con tantos otros maniquíes que ha ido comprando a lo largo del tiempo.
Cuando le tocó mudarse, se vio obligada a deshacerse de mucho. Aun ahora conserva algunas cosas guardadas en casa de su madre, pero sabe que poco a poco tiene que ir soltando. En su hogar actual, tiene montones de cajitas de fósforos, flores, tickets de micro, botones, trozos de espejo, monedas. En una época, juntaba chapitas que luego empezó a aplanar para hacer cortinas. Ahí donde otros solo ven desorden o piezas para el descarte, Gihan encuentra alma e inspiración para crear.






Luego de ocho años en este, su rincón chorrillano, se plantea la posibilidad de emigrar. Pero todavía no está segura. Siente mucho cariño por su lugar y no sabe si está lista para dejarlo. “Tiene todo mi amor e historia por todos lados. Acá hay sentimientos. Es como si cada cosa sirviera para verme”, cuenta. No es fácil renunciar a esta casa porque incluso los cuadros que ha colocado para tapar las heridas de sus paredes forman parte de su relato: una bitácora de poesía visual en la que conviven en fantástico desorden símbolos y enigmas.