Cambio de luz

Palabras: Rebeca Vaisman / Fotos: Janice Bryson

La luz de Ciudad de México es especial. Se vive todo el año con sol. Puede que en invierno cambie ligeramente de tono o intensidad, pero el cielo es luminoso. Quizá cuando Micaela Gálvez se mudó de Lima a CDMX, hace ya cinco años, tomó esa luz como una pequeña señal –de esas que queremos creer que nos envía el universo–, de haber tomado la decisión correcta. Recuerda amanecer con el sol en la cara todos los días y decirse: “entonces se puede tener esto siempre”.

Va a cumplirse un año desde que la diseñadora de joyas peruana empezó a vivir con su novio Julián. La casita que ocupan queda en una parte tranquila de la calle Colima, muy cerca del parque España. Tener un parque cerca era un requisito esencial al momento de buscar casa, ya que Fela, su perra, necesita salir a pasear. Además, a ellos mismos les viene muy bien tener un respiro: un barrio para caminar, rodeado por cafés adonde se van a trabajar o solo a sentarse a ver la gente pasar.

Es una casa de dos pisos, antigua. Tiene una chimenea (que no se puede usar, pues en CDMX está prohibido por la polución), pisos de madera original y una segunda planta con techo de doble altura. El área social –sala, comedor y patio– forman un cubo. El patio es, en realidad, una extensión del comedor con un techo de vidrio que da la ilusión de estar al aire libre: ahí han puesto sus plantas colgantes y el escritorio en el que Micaela pasa prácticamente todo el día.

Julián es paisajista y suele regresar de los viveros siempre con algo para la casa (muchas veces son tesoros). Viven en una acumulación de verde que van acomodando. A Micaela siempre le gustaron las plantas, pero no las entendía tanto: ahora, ha aprendido sus procesos, los cuidados, que unas necesitan más luz y agua que otras. Pasa buena parte de su día limpiando las hojas y regando las macetas.

Julián llegó con Fela y con su ropa. Mica riendo explica que él anda siempre “muy ligero de equipaje”. Ella, por otro lado, tenía algunos muebles de su departamento anterior, y los han incorporado. Están las sillas Acapulco de paja, por ejemplo; también el sofá café y la alfombra que fue un regalo de su tío, el artista Aldo Chaparro. Igual necesitaron comprar cosas, como el comedor redondo y el escritorio, y varios de sus muebles y accesorios los hallaron en una feria de antigüedades y chucherías. Muchos domingos se van a pasear a esa feria, que ocupa cuadras de cuadras. Sobre todo Micaela, que siempre regresa con alguna cosita.

Micaela no llegó a CDMX con las manos vacías. Con ella viajaron algunos objetos, muy pocos pero especiales, que ya la acompañaban en Lima. Un cenicero que compró en Marruecos y que le hacía acordar a su abuelo; unos animalitos de bronce que encontró en algún mercadillo. “Cosas pequeñas. Recuerditos”, cuenta ella. “Es verdad que cada cierto tiempo hago una limpieza y me libero de cosas que ya cumplieron su ciclo. Pero luego hay otras que sí quiero conservar porque son importantes”.

“Vine a México sabiendo que no regresaría. En Lima me acababa de mudar sola, tenía ciertas cosas, pero tampoco había armado una vida. Si hoy me tuviera que mudar a otro país me diría: ‘¡qué hago con todo esto!’. En Perú, en cambio, recién estaba empezando. Dejé muchas cosas donde mis papás, electrodomésticos y otros objetos sin ningún tipo de valor sentimental. Mis cosas de apego siempre chiquitas y transportables. Tengo desapego por las cosas materiales. Lo afectivo claro que está: mi familia, mis amigos. Yo sabía que Lima siempre iba a estar ahí. Pero cuando me fui, realmente dije: ‘me voy’”.

Está feliz con todo lo que México ofrece: la cultura de apreciación al arte y el valor que se le da al diseño. Aquí, la marca de accesorios de Micaela, Metric, ha evolucionado, tanto en su ejecución como en su alcance. Además de tener presencia en CDMX vende en Oaxaca, San Miguel de Allende, Puerto Vallarta y Los Cabos. Produce en la misma capital y también en Taxco, un pueblo joyero que queda a tres horas. Ha empezado a experimentar con piedras y le está perdiendo el miedo al color en sus piezas.

En su casa, la paleta no es intencional, pero gravitan naturalmente hacia los colores tierra y los tonos claros. Para Micaela, en sus ambientes no le funcionan tanto los colores vibrantes porque ella necesita que los espacios transmitan calma. Mandan los materiales naturales y crudos, como la paja, la madera y el lino, antes que cualquier color más artificial. De esa manera no tiene que pensar tanto en dónde pone las cosas. Si un día se le ocurre mover los cojines de la sala al patio, o al mueble de su cuarto, quedan perfectos. Todo conversa, todo es intercambiable.

El toque de color está en las piezas de arte que tienen en la casa. Incluso eso responde a un tema de cercanía. Casi todo lo que tienen es de amigos o son ejercicios de pintura y collage de la propia Micaela. Alguna vez estaba ella pintando en el patio y el aerógrafo se le fue, manchando la pared. Pero lo dejaron hasta hoy porque le dio un toque de “color accidental” que le queda bien.  

Cada ambiente tiene varios objetos pequeños, pero están agrupados de tal manera que dejan muchos espacios en blanco. Hay un aprecio por el vacío, que le da un respiro a la habitación y también le da relevancia a lo que sí está. Micaela quiere que se entienda la importancia de lo que sí tiene, de lo que eligió para que esté presente. Y por eso cada cosa, por más pequeña que sea, así sea una ramita o un coral, tienen un lugar. Tiene muy fijo qué objeto va con qué otro objeto, y no quiere que nada se pierda entre una multitud de cosas.

La segunda planta tenía dos dormitorios; ya ocupando la casa, se dieron cuenta de que la pared que los dividía era de drywall. Así que decidieron sacarla para lograr un solo dormitorio mucho más amplio, luminoso y ventilado. Son cualidades que Micaela ama.

La casa un poco oscura. A la sala no le entra mucha luz. Han tratado de levantarla poniendo plantas y usando unas cortinas muy finitas. Cuando recién se mudaron, encontraron tantos atributos que Micaela recuerda haber pensado que la penumbra se podía sentir hasta rica, acogedora, como una cuevita. Pero, inevitablemente, su día lo empieza y lo termina buscando rincones iluminados. Como esa primera sensación que tuvo en CDMX, está pensando en dejar que la luz la guíe. Así tenga que volver a buscar nuevamente, así implique otra mudanza. Ya sabe qué se necesita para sentirse en casa.

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