Palabras: Jimena Salas / Fotos: Paula Virreira
Uno es de donde ha crecido, dice el artista visual Luis Salcedo. Él pasó su infancia en Huánuco, rodeado de los paisajes de ceja de selva, el brillo del sol, la sensación de libertad. Siempre envuelto en miradas que protegen de cualquier peligro. Fue muy feliz en esa época, saltando de un lugar a otro con su familia nómade. Cada dos años llegaban a una nueva casa; y como vivía solamente con sus padres, tenía siempre la opción de elegir el cuarto que más le gustara. “Ya desde ahí sentía que tenía el control de mi espacio y comencé a intervenirlo. Mis padres me decían ‘puedes pintarlo como tú quieras, decorarlo como quieras’. Esa libertad ya la tenía, y yo sentía una fuerte necesidad de expresión”.



Pintaba las paredes porque, hasta ese momento, aún no pintaba cuadros. Les agregaba sensación de dimensionalidad interviniendo con colores y formas del piso al techo. Era algo casi místico transformar cada parte del lugar en el que vivía. Por eso, hasta ahora disfruta de estar rodeado de sus obras, en su habitación, en las terrazas, en los contados muros de su morada barranquina.
Esas experiencias sentaron las bases de la persona en que se convertiría. “Pero como todo provinciano, me vine a estudiar en la capital”, sonríe. Y en Lima empezó todo de nuevo.
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Llegó hace cuatro años y medio a su minidepa. Le parecía que era un lugar cálido. Quería techos altos, como en su anterior hogar en Barranco, pero encontró algo aún mejor: aquí casi no hay techo. La habitación, el baño, su estudio-taller y la cocina están debidamente cubiertos, claro; pero el área social está a la intemperie.
Esta disposición espacial le ha ayudado a ir entendiendo y sintiendo Lima en todos sus climas: el calor, el frío, la humedad, el viento. “Realmente te das cuenta de que es un desierto, y los objetos pasan por un desgaste”, comenta. Todo eso le maravilla. Encuentra algo hermoso en cada detalle, en cada rincón. Su sensibilidad estética encuentra en este sitio una fuente inagotable de inspiración.




La vista a la playa no era negociable. “Desde la primera vez que me mudé quería tener esto, sabía que me iba a costar, pero me lo merezco”, comenta. Además, con sus dos terrazas, tiene la posibilidad de ver la ciudad prácticamente en 360 grados, del mar a los asentamientos en los cerros, algo que le hace sentir ‘aplomado’, anclado en la realidad.
Esa no es la única forma en que Luis ‘vuelve a tierra’. “En mi familia, cuando se cansaban, se tiraban al piso. Yo hago eso; me hace sentir en paz, equilibrado”. En Huánuco, se echaban a ver el techo para encontrar la calma; ahora, se acomoda en el suelo de la terraza para mirar el cielo y jugar con los planos de su propio cuerpo. Cuando se está cerca de Luis, en todas partes es fácil encontrar arte.
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“En la sierra no sabes que hay la posibilidad de estudiar arte, no era una opción. Solamente vivía ilusionado en la televisión, en la publicidad”, recuerda. Así que cuando llegó a Lima para estudiar Pintura en la Universidad Católica, sintió llegar toda una oleada de novedad y aprendizaje. Ganó varios premios seguidos; fue creciendo y conociendo a gente ‘tan loca como él’; descubrió nuevos lenguajes de libertad.
Un día, una de sus nuevas amigas llegó con un corte de pelo que no le cuadraba; así que le propuso darle un retoque, y ella aceptó. En Huánuco había cortado el cabello a sus papás, había jugado a hacer maquillaje con sus primas viendo los catálogos de moda. “Era ese mundo femenino que adoraba, un mundo de arte, de transformación”, cuenta. Y una vez que su amiga vio lo que Luis podía hacer con un par de tijeras, la historia dio un nuevo giro.
De pronto, comenzó a hacer cambios de look en toda la facultad; luego, en otras facultades. Uno de los baños de la universidad se convirtió en improvisado salón de belleza al cual llegaban todo tipo de personas con ganas de recibir un poco de él. Lo que Luis tocaba, indefectiblemente se hacía más hermoso.






En paralelo, empezó a llevar cursos sueltos de moda, y por ahí fue encontrando su cometido. En esas épocas, conoció a la maquilladora Rossie Salinas, una de sus mentoras. Fue ella quien le dio su primera oportunidad de trabajo, y quien le abrió las puertas para entrar a la publicidad haciendo moda, maquillaje, peinados. Un trabajo que le diera la posibilidad de mezclar arte y moda, de crear ilusión de camuflaje y transformación era lo que siempre había soñado. Era su vocación.
Lima, la universidad, el mundo del arte y de la evolución estética lo han llevado a redescubrirse, para finalmente sentirse ‘en su salsa’, como dice. La fluidez del género y la emancipación de las identidades sexuales forman parte de su esencia, de su discurso, y es algo que busca predicar a través de su obra y de su hogar. “Aquí, suelo tener muchos encuentros con amigos, y en mis reuniones intento brindar estos espacios seguros. Con esta casa, se ha despertado en mí un lado femenino, de recepción, bien bonito”. Extiende un vaso de agua con gas bien fría y compartimos, mientras tanto, unas dulces e inesperadas bizcotelas.
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Su padre solía decirle: “¿Por qué arrancas las flores del campo y las pones en un florero? Más bien tú deberías ir hacia ellas”. Ahora entiende a qué se refería. Lo invitaba a explorar, a salir de casa, a vivir. Y eso ha hecho hasta ahora. No obstante, como recordatorio de esta lección vital, desde que vive solo se ha rodeado de plantas. Con paciencia y esmero ha aprendido a cuidarlas y mantenerlas. “Antes, en invierno les echaba agua tibia porque juraba que tenían frio; o sea, así de inocente era”, explica con su sonrisa jovial. Ahora ya sabe qué necesita cada una de ellas, las consiente y cría como a sus hijas. Y bueno, también las protege de Shere Khan, el gato que adoptó hace poco más de un año.
“Es encantadorsísimo, es muy particular verlo jugar. A mí me ha despertado mucho la ternura”, dice. Pero la relación entre ambos no fue así desde el inicio: de hecho, cuando se lo llevaron a casa, no estaba muy convencido de querer adoptarlo. Pensó probar una noche. El primer día, se le perdió. Decidió probar un poco más. Al segundo día, cada uno estaba sentado en una esquina, mirando al otro. Hoy son inseparables. “He pintado muchos gatos desde siempre, creo que por ahí los he llamado. Me fascina el ojo almendrado del felino”, divaga, mientras recuerdo que detrás del sofá donde estamos sentados hay un tigre feroz que nos resguarda.
“Es bonito tener a alguien; ir llevándolo, como a las plantitas. Es bonito ir amándolo, cuidándolo, y debo admitir que ha despertado más mi lado maternal”.



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A Luis le encantan los espejos y los laberintos que se forman al disponerlos en diferentes partes de la casa. Las plantas, los espejos, sus obras; eso es lo principal. Lo demás va mutando, como los colores, que suele cambiar con las estaciones, o los muebles. “Necesito que mi casa estimule mucho”, reflexiona. Por eso tiene piezas hechas por él hasta en la última esquina. ¿Cómo hacer, entonces, cuando tiene que despedirse de alguna de ellas? “Me cuesta muchísimo; pero el arte es un gran pretexto para crear vínculos… ¿Quién va a tener esto? ¿A quién va a pasar esa energía?”. Luis ha hecho que dejar ir se convierta en una nueva forma de arte.
“Ya me di cuenta de que yo tengo una esencia muy reptiliana. Si me cortan la cola, puede salir más; entonces ya sé que ahora puedo desprenderme de algo, porque desde esa idea del vacío que he comenzado a entender, doy espacio a que ocurran nuevas cosas”. Por suerte, allí adonde vaya, siempre seguirá floreciendo lo bello.