Palabras: Rebeca Vaisman / Fotos: Paula Virreira
La casa de Emilio Soyer es una de las más especiales de Lima, y no es una afirmación ligera. Lo es, primero, porque perteneció al gran arquitecto y a su esposa, la escultora Gloria Palacios, y albergó sus talleres de trabajo. Aquí nacieron cientos –probablemente miles– de obras de distinta escala (los volúmenes de piedra que la artista tallaba, los volúmenes de concreto que el arquitecto proyectó); hoy, años después de la partida de la pareja, su energía creativa persiste entre estas paredes. La casa también es especial porque es parte de la historia de la familia desde los abuelos de Soyer, porque renació tras el terremoto de 1974, y porque, luego de que el arquitecto la recuperó, se levantó para apropiarse de una vista privilegiada sobre la Bajada de Baños, sobre el mar de Barranco. Para Verónica Roca, es un honor vivir aquí.


Verónica, ilustradore y tatuadore (prefiere usar un pronombre neutro) ocupa uno de los departamentos que se crearon tiempo después de la muerte de la pareja, cuando se dividió con sabiduría y respeto el espacio, una tarea que asumieron Michelle Soyer, la hija de ambos, y su esposo, el arquitecto Alfonso Martínez. “Tiene tanta presencia… es una casa con historia”, explica Verónica.
La sala es el ambiente que más ha habitado desde se mudó. Se enamoró de los techos altos y del ventanal que da al patio interior. “Para mí era un hechizo contemplar los eucaliptos y la pared de color arcilla. En el verano, la luz del sol los pintaba y se movían muy suavemente con el viento”, cuenta. Esa vista y lo generoso del espacio, hacen de la sala un lugar singular.
Al inicio, acomodó su escritorio de dibujo y su taller de tatuaje en el cuarto de visita, que queda en la segunda planta; los tuvo que desmontar pronto, porque una amiga de la universidad estadounidense donde estudió llegó a visitarla. Así que pasó su oficina abajo, ubicando su escritorio entre la cocina y la sala. Y la camilla para tatuar la armaba y desarmaba, según sus citas.
También cambió la función de otros espacios. Verónica decidió que no iba a estacionar su auto en el garaje, sino que lo iba a usar para su bici y sus tablas de surf, así como las de sus amigos. Una vez que se permitió volver al mar, su garaje se volvió un lugar de encuentro. Y el patio interior era el lugar adonde llegaban a enjuagar las tablas, a reunirse después de las olas.
La cocina cumple un doble propósito: cocinar, por supuesto, pero también alrededor de la isla, Verónica ha organizado cenas, ha recibido a sus amigos. El comedor ha sido su mesa de trabajo y su lugar de lectura.



El mobiliario, los objetos y el arte llegaron con Verónica. Como sus sofás, uno marrón y otro rosado, dice riendo que son sus lados masculino y femenino. Y las coloridas alfombras serranas. También los posters vintage de zoología y botánica: los colecciona desde la adolescencia. Tiene un óleo de Gam Klutier, que fue un regalo. Arriba del cuadro, en la pared, Verónica colgó una máscara de ave en madera, de la Amazonía. Y aprovechó unas cajas de vino de su papá como mesas de apoyo y para sostener sus macetas. Por cierto, sus gigantes y hermosos filodendros son los protagonistas del espacio.
Así que todo llegó con Verónica, excepto por un par de cosas que pertenecen a la casa: una antigua mesa de dibujo que Michelle le prestó, y la maravillosa biblioteca vertical, que recorre hacia arriba la altura del salón. Dos tercias partes del librero pertenecen a los Soyer, y para Verónica es muy especial convivir con parte de su legado. Por supuesto, ha aprovechado para revisar los libros, sobre todo los de historia del arte. Verónica estudió Literatura hispanoamericana y ha trabajado en la editorial Pichoncito. Así que es un regalo contar con esa biblioteca.
Siempre ha disfrutado mucho estar en casa. En su depa anterior empezó una serie que se llama “Seres queridos en mi sala”: “La propuesta era muy sencilla, retrataba a los amigos muy cercanos que me visitaban, quería plasmar esos momentos muy íntimos y preciosos para mí. Y así unir placeres: la compañía de estas personas con el placer de dibujar”. Todo lo dibujaba en el momento, como queriendo apropiarse de la persona: “Finalmente ese dibujo era solo es un intento desesperado por prolongar el momento, porque no se desvanezca”.
La pandemia interrumpió la serie y la puso en pausa indefinida. Entonces, se puso a registrar su nuevo cotidiano enclaustrado. Bodegones solitarios de su propia casa; retratos de sus perras Lima y Lola, y sobre todo el crecimiento de sus plantas. Pasó de observar rasgos humanos a observar momentos.



Hace poco se le ha presentado una propuesta de trabajo en Madrid y tendrá que partir pronto. Sus queridas plantas –compañeras de cuarentena– las está repartiendo entre amigos, y otras las va a plantar en un parque de Barranco. Lima y Lola, sus perritas, se quedan atrás hasta que esté bien asentade en Madrid y pueda pensar en llevárselas. No quisiera estar sin ellos.
Un objeto más llama la atención en la sala: una tabla de surf apoyada en la pared, arrinconada tras plantas y muebles, en una ubicación demasiado complicada para pensar en sacarla y ponerla. Resulta que el confinamiento no es gratuito: Verónica no tiene permiso de usarla, porque pertenece a su hermana mayor, del shaper Takayama y traída de California. A Verónica le encanta tenerla como un objeto simbólico erigiéndose entre todo. Es un recordatorio para disfrutar de esas cosas tan mágicas que ofrece la ciudad y la vida: los animales, las plantas, los amigos y el mar.