Se tenía que aplicar para acceder a la posibilidad de comprar uno de estos departamentos: Luisanna Gonzalez Quattrini lo hizo, y tuvo suerte. Se trata de una de las construcciones más comentadas desde su aparición en Basilea, Suiza, ciudad en donde la pintora peruana vive desde hace más de un año: el edificio de la Cooperativa de artistas, del arquitecto Heinrich Degelo, ocupada enteramente por gente vinculada a la cultura, con departamentos pensados como cajas vacías que puedan acomodarse a las necesidades del trabajo creativo hecho en casa. Justo lo que Luisanna buscaba.
Es una forma diferente de vivir, así la describe ella. El lugar está hecho con materiales poco costosos (pisos de hormigón, paredes de piedra caliza, mobiliario en madera de abeto, de buena calidad y bajo precio); nada de sistemas de calefacción o algo que pueda encarecer la construcción o generar un impacto ecológico negativo. Sobre todo, la arquitectura “respeta la creatividad del artista desde el momento uno”, como dice Luisanna sobre el hecho de que el departamento se lo entregaron totalmente vacío y abierto, sin habitaciones, sin puertas, solo un espacio amplio de 3.5 metros de alto, con dos piezas modulares a manera de baño y cocina, que ella podía literalmente mover a su antojo. Lo demás también se divide como cada uno quiera y pueda. Ella, por ejemplo, utiliza cortinas para hacer separaciones entre su vida personal con sus dos hijas, y su trabajo en el taller.



Luisanna se ha movido mucho y ha encontrado siempre espacios estimulantes. Estudió Arte en Florencia y luego en Ginebra a mediados de los noventa. Más adelante, en el 2002, ya casada, decidió probar vivir un tiempo en Europa y volvió a Ginebra, aprovechando que tiene la doble ciudadanía. Ahí nació su primera hija, Cristina; la segunda, Inés, llegó cuando ya se habían mudado a Lausana. Tiempo después, compraron una casa adorable en Francia, con un jardín botánico y vista al lago. Sin embargo, cuando terminaron las renovaciones, los planes cambiaron. Al final, decidieron vender la casa y ella se reubicó con sus hijas en Basilea, lista para encontrar ese siguiente nuevo espacio.
El departamento de la cooperativa es el segundo taller que ocupa desde su mudanza. Aunque está acostumbrada a hacer grandes cambios, estos no dejan de influir en sus procesos de trabajo. Tiene que readaptarse y, generalmente, pasan unos meses antes de que pueda volver a pintar. Aquí, después de mucho tiempo está trabajando donde vive. Esto le ha permitido sobrellevar la cuarentena de una mejor manera, pero a la vez le supone retos: tiene que ser estricta con los límites y el espacio. Aún así, le gusta esa integración de ambos mundos, de ambos momentos. Le gusta estar pintando y de pronto parar para cocinar (algo que también disfruta mucha); está echada en su cama, que queda arriba sobre la mezzanine, se le ocurre algo y entonces baja a ponerse frente al lienzo. “La vivo más, la entiendo más”, explica sobre su propia obra.






Luisanna ha notado que su forma de decorar su hogar ha cambiado aquí. Claro, hoy es completamente suya. No solo se refiere a la disposición del taller, sino también a los objetos que ha elegido y a su forma de mostrarlos en la casa. Tiene dos escritorios: uno lleno de papeles y facturas, y otro repleto de libros, para poder sentarse a leer y escribir; en la sala tiene un proyector con el que ve películas con sus hijas.
No le importan tanto los muebles u objetos de diseño. Sí le encanta tener a la vista las manualidades de sus hijas. Tiene piezas de cerámica, diferentes teteras para su ritual del té, y cuarzos que se llevó de Perú. Y fotos, muchas fotos de su familia que va cambiando de lugar para así sentirse siempre acompañada. Cuando era chica, en la casa de sus padres había unos cactus: ella tiene esa misma planta en tres macetas distintas. Son esos pequeños detalles que la hacen sentirse cerca.
Para vestir con calidez el piso de concreto, Luisanna decidió invertir en alfombras. Tiene una turca, hecha por una comunidad de mujeres tejedoras; compró varias en un depósito de Zúrich, una de ellas es antigua, de 1800. Una pieza muy especial para ella es su ofuro o tina japonesa de madera, que se usa para bañarse sentado y no consume agua. Es perfecta porque la llenas apenas un poquito y se mantiene caliente.





“Luisanna pinta visiones de un mundo fuera del tiempo, contando verdades de hoy. Pero bajo el brillo de colores frescos”: la cita de David Lemaire, director del Museo de arte de la Chaux-de-Fonds, destaca en el catálogo de la última exposición de la pintora, que fue en marzo de 2019. Este año tiene tres muestras programadas: dos que debieron darse el año pasado y una en Lima, organizada por Crisis Galería. Luisanna piensa que va a tener que replantear las obras de sus exposiciones, pues mucho ha pasado durante la pandemia. “Me doy cuenta de que he estado pensando en unas pinturas que parecen sueños… No sé si es algo pospandemia, pero todos estos meses que no podía hacer mucho, escuchaba audiolibros y podcasts sobre sanación personal, caminaba mucho en la naturaleza, así que supongo que empecé a pensar más en ella, en la naturaleza: en los animales, en los sueños y en las relaciones que no son físicas sino energéticas. En aquello que está vivo y en movimiento, pero que no tiene un cuerpo”, reflexiona Luisanna.
Para llegar a la fachada del edificio hay que atravesar unos estacionamientos. No es lo más lindo del mundo. Pero atrás, la construcción se abre a un paisaje mucho más idílico: un zoológico primero, y luego el río Rin, el bosque y solo unos minutos de caminata antes de la frontera con Alemania. Luisanna encuentra solaz en esos paseos con sus hijas, en la contemplación de esa naturaleza. El último año ha sido de procesos densos, de cuestionamientos; en el confinamiento es inevitable no extrañar y no sentirse, de alguna manera, en otro mundo. Aún así, Luisanna está agradecida por este hogar que la acoge y acompaña en su proceso creativo. Siempre la ha tocado aquello que no necesariamente puede verse, pero que se siente. Es lo que la mueve.