Fotos: Nicole Bergman
Siempre hubo arte alrededor de Josefina Barrón mientras crecía, y también un lugar para muebles y objetos especiales, pero el interés no era por la decoración, sino por mantener cerca piezas que tenían valor en la familia. Estaba el piano antiguo; había porcelana, cristales, cosas muy lindas, pero nadie se afanaba por decorar, era suficiente que los objetos estuvieran. Más bien era Josefina la que se preocupaba de que la mesa estuviera hermosa si llegaban invitados, le fascinaba arreglarla. Seguramente por eso es que hoy tiene tantas vajillas, cubiertos y copas, y los mezcla con habilidad cuando tiene visitas, también cuando con sus hijos o sola. Es parte de su día a día, así le gusta vivir.
Desde siempre, la editora y poeta ha tenido fijación por algunos objetos y por sus espacios más personales. Su escritorio, por ejemplo, la acompaña desde que tenía doce años: en ese entonces era rosa, cuando tuvo 18 o 19 lo pintó de blanco, y hoy se luce en su madera natural, dominado por plantas, libros y esculturas. Le trae muchos recuerdos. En su departamento tiene otras cosas que han estado con ella desde que tiene memoria. Y si se rompen las resana ella misma, las pega o las pinta, tiene sus técnicas. Le cuesta deshacerse de algo que la ha acompañado toda su vida.


“Pienso que mi casa es una extensión de mi mente. No de mi cuerpo, de mi mente, porque también necesita estímulos constantemente. Mi casa está llena de estímulos visuales, auditivos, estéticos, de la memoria. Porque hay una memorabilia en esta casa, así como una especie de horror vacui. Todo rincón me tiene que empujar a algo, decir algo. No hay nada al azar. Quizá por eso también se siente tan vehemente”.
Se mudó a este depa poco después de casarse, hace veinticinco años. Llegó con algunas cosas de sus padres y abuelos: la cómoda de marquetería preciosa, alguna mesa isabelina, una lámpara, el florero antiguo. Pero también tenía un ojo en lo que estaba de moda y se dejó seducir por la idea de tener una casa que se sintiera nueva. Compró un comedor y sillas de cuero, trajo algunos muebles con transparencias y metal que no perduran. Tenía un retrato al óleo de su abuela, enmarcado en un marco enorme, antiguo, y en ese momento no quería ese marco “viejo” sino algo más actual, así que lo cambió. Con los años, lo ha vuelto a enmarcar tratando de imitar el original. “¡Qué bestia! ¡¿Cómo boté ese marco que era valiosísimo?!”, se repite aún de vez en cuando.



Muchas de las obras que tiene en su casa han llegado con la dedicatoria de artistas como Benito Rosas, Leoncio Villanueva, Carlos Revilla, Carlos Runcie Tanaka y Venancio Shinki, sobre todo de Shinki. Los conoció por su trabajo como periodista cultural. Más que coleccionar arte, Josefina considera que tener estas obras le permite mantener una conexión con el artista, con su quehacer. Después de todo, ella ha estado en su taller, le ha escuchado reflexionar sobre esas mismas piezas.
Es un departamento que ha ido recargándose a medida que la vida ha ido pasando. El librero del comedor llegó hace cuatro años porque ya no cabía un solo libro en ningún otro sitio. Y eso que tiene libreros y repisas en prácticamente todos los ambientes, hasta en la cocina. Pese a tener tantos libros y a su aparente abigarramiento, puede encontrar perfectamente el título que está buscando. Guarda algunos de su infancia, como su volumen de “Moby Dick”. Josefina tenía apenas diez años cuando publicó su primer poemario. Cuando tenía 12, su madre, la directora de Radio Filarmonía, Martha Mifflin, la llevó a conocer a Mario Vargas Llosa: el Nobel peruano le escribió una dedicatoria, deseándole “mucha suerte en esta difícil vocación”. Josefina conserva ese libro firmado.



Una mente creativa puede ser también una mente que no descansa, o que no se encuentra cómoda con el descanso. Este depa invita a mirarlo y también obliga a sacar y poner libros, a encontrar sitio para nuevas cosas, a desempolvar en profundidad; obliga a pensar, a sentir, a recordar. A veces pide mucho y la abruma. Josefina se ha encontrado pensando que tendría que descansar, mudarse a un lugar más grande donde las cosas estén menos apiñadas, donde haya más aire y la mirada pueda reposar. Durante la cuarentena ha confirmado su espíritu de acumuladora y se ha sentido inclinada a limpiar, a liberarse…
Pero también se revela ante esos pensamientos y se dice “sí, ok, los objetos no te acompañan a la tumba, pero te acompañan toda la vida hasta que te vas a la tumba”. Se despierta en la mañana y le da gusto ver sus mesas de noche, cada una distinta, y la lámpara de cristal rosa que cuelga sobre una de ellas; le da gusto ver la hora en su reloj, el vestido que tan bien le queda, los zapatos; sentarse en su escritorio desordenado y encontrar el último libro que compró. Es verdad que no todo lo que tiene le trae algún recuerdo pero si es placentero a sus ojos, ¿por qué no?




Tiene una mesita en la entrada del depa donde guarda cosas sin mayor valor económico, pero cuyo valor simbólico y emocional es incalculable: el cristal que le regaló su madre cuando cuplió cuarenta años, el diario de su abuela, la sonaja de sus hijos, las cenizas de su papá. Son como talismanes. Durante mucho tiempo, Josefina vivió sola con sus dos hijos y ahora ambos están fuera del país. En el mueble de la sala de estar tiene sus peluches, sus medallitas, las copas que ganaron cuando jugaban tenis, sus libros de niños. Sus hijos le recomiendan que bote todo eso, pero ella no puede.
A Josefina le encanta el dormitorio de su hija, pero ella se desespera cada vez que llega de visita. “Mamá, ¡ya no sigas haciendo nada en mi cuarto!”, le dice. Josefina sonríe, explica que solo le ha puesto un nuevo papel de pared. En esa misma habitación, dos relojes cucú de formas infantiles marcan la hora: uno negro, el otro turquesa. Eran de sus hijos cuando niños y hasta hoy Josefina ve que funcionen. No le gusta tener nada que no funcione en su casa.




El sillón que fue de su abuelo y luego de su papá ocupa una considerable porción de su propio dormitorio. Por su volumen y el poco espacio que deja la cama, queda en medio de todo y obstaculiza el paso. Probablemente necesita retapizarse, pero a Josefina le gusta así como está y no quiere tocarlo. Sabe que en algún momento se tendrá que ir. Quizá se adelanta un poco pero piensa en los nietos que espera tener y en que quiere una casa donde ellos puedan estar. Cuando eso ocurra, lo que más extrañará de este departamento es la vista. La alfombra verde del Golf frente a ella y hacia atrás, el mar. Desde aquí lo tiene todo. Y aún se maravilla cuando lo ve.