Fotos: Hilda Melissa Holguín
Cuando María José Celi y su esposo, recién casados hace catorce años, buscaban departamento, caminaban por esta zona de San Isidro para tratar de “sentir” la calle e imaginarse viviendo ahí. Llegaron a este departamento de los años cincuenta que, la verdad, no estaba muy bien mantenido, y estaba pintado de mostaza, verde y otros colores que no le cuadraban a María José: no se veía viviendo ahí. Rodrigo Hudtwalcker, su esposo, insistió en darle una oportunidad: tenía una vista linda y un encanto de edificio antiguo que, finalmente, convenció a María José de que había potencial.
Eran jóvenes y no tenían pensado tener hijos pronto; el departamento sería para ellos. No había presupuesto para ponerlo tal cual lo querían rápidamente, así que poco a poco fueron avanzando. Lo más urgente era cambiar las tuberías, los baños y la cocina. María José llevó varios muebles de la casa de sus padres y recibieron otros tantos de la abuelita de Rodrigo. A María José siempre le ha gustado lo vintage y con lo que tenían y lo que iba apareciendo, le fueron dando forma a su vida juntos.


“En una época Rodrigo viajaba mucho y cada vez que regresaba encontraba una pared pintada con un color diferente, el sofá puesto de otra manera o un mueble nuevo. A él le cuesta asimilar los cambios, me decía: ‘Haces que todo se vea mucho’. Es verdad: tengo horror al vacío y tengo una necesidad de cambiar. Y así fue siempre, hasta que se acostumbró a que cada vez que regresara de viaje iba a encontrar algo nuevo”.
Él es organizado, ella se deja llevar. Él planifica, a ella le gusta fluir. Para María José, esta relación la “aterriza” y ambos se dan aquello que justamente el otro no tiene. Julieta, su primera hija, nació tres años después de que llegaran al depa. Otros tres años después, siguió Antonia. Y tras cinco años, Jacobo ha completado la familia, al menos por el momento. María José no sabía lo que era tener una familia numerosa: ella tiene una hermana mayor, y por la diferencia de edad, aunque son muy amigas no pudieron compartir tanto creciendo. Sus hijas, en cambio, “se pelean de alma, pero juegan y se aman de alma”. Y ahora se da cuenta que tres es un bonito número, que “ya es una manchita”.



Estudió Psicología e hizo su internado en una agencia de publicidad, donde aprendió sobre psicología del consumidor. Luego, surgió la oportunidad de trabajar en el área de Marketing del Museo de Arte de Lima. María José siempre había hecho manualidades, siguiendo el ejemplo de su mamá, que es ama de casa y también una apasionada ceramista. El arte siempre estaba presente como un gran interés, pero en forma de pasatiempo. En el MALI se encargaba de atraer más público para el museo y organizar los eventos, algo que le encantaba y le “llenaba el corazón”. Observó mucho, aprendió mucho, y recuerda esos años como un bonito momento. Lo dejó porque salió embarazada y tomó la decisión de pasar más tiempo en casa.
Es un tema sobre el que María José continuamente se cuestiona, si bien con el tiempo ha sabido encontrar un mejor balance. No juzga, en absoluto, a aquellas mujeres que siguen trabajando fuera de casa cuando tienen hijos. Pero ella se reconoce como una “mamá gallina” más tradicional, y siempre se imaginó estando en casa, recogiendo a sus hijos del colegio, llevándolos a clases… tal como su mamá hizo con ella. Y, sin embargo, sabía que también necesitaba hacer otras cosas que la llenen.
“Me dediqué a mi primera hija un año y al cabo de ese tiempo me di cuenta de que tenía que hacer algo más. No podía… Me preguntaba qué estaba haciendo con mi vida. Tenía una carrera que me apasionaba, y sentía que no podía dedicarme solo a mi casa porque no me llenaba. Tenía que encontrar qué hacer. Esa pregunta siempre ha estado muy presente para mí. Ahora, después de todo este tiempo, soy muy consciente de estas exigencias y culpas que tenemos como mujeres, siempre sentimos que estamos dejando algo de lado. En aquel momento esa pregunta me agobiaba, quería sentirme exitosa. Ahora entiendo que todo se construye pasito a pasito”.



Hace diez años descubrió la terapia del arte, un enfoque terapéutico que usa el arte como medio de expresión. Se metió a un extenso diplomado en la universidad. Tiene esta idea de crear talleres de bienestar para mujeres y madres de familia que viven frustración y culpa (que ella tanto entiende), y espera concretarla en algún momento; mientras tanto, su relación con el quehacer artístico sí fue desarrollándose cada vez más profundamente en esta década.
Lo que más le gusta de la acuarela es que no se sabe cómo va a terminar la imagen. Hay algo muy espontáneo en la forma de mover el pincel, porque el agua permite pintar, pero también manda. Además, si quieres seguir trabajando una acuarela tienes que esperar. Te enseña paciencia. María José empezó a investigar la acuarela. Montó un taller en casa de sus suegros y empezó a explorar con otros formatos: el grabado, el acrílico y el collage. De pronto, algunas amigas empezaron a hacerle encargos pagados. Le costó ponerle un precio a su tiempo y a una pieza hecha por el más puro gusto, pero poco a poco su arte se convirtió en un trabajo. Ese que la llena de placer.



La pared que une la sala y el comedor está llena de cuadros. Algunos los ha encontrado en viajes. Otros son tesoros muy especiales, no tanto por su valor sino por su procedencia, como el bodegón y el paisaje pintados por los abuelos de Rodrigo, ambos artistas aficionados. También tienen un curioso reloj de madera hecho a mano por el padre de Rodrigo. Obviamente, hay pinturas y grabados de la propia María José, que firma como Celi Di Tolla.
Hay plantas por toda la casa (son un pasatiempo relativamente reciente para ella, pero le fascinan), así como libros, incluso unos muy antiguos, del 1700, relacionados a las raíces de la familia de Rodrigo en Hamburgo. María José ha llenado de dibujos, pinturas y manualidades toda la casa, invitando la creatividad en sus propios hijos. El hogar como motivo artístico en sus obras le atrae muchísimo. Tiene una serie de sillas muy bonita, y suele recolectar imágenes de ambientes hogareños que luego traslada al linóleo y al papel.
El depa tiene un espíritu muy vintage. Los espejos en bronce, el mueble de dentista antiguo, el baúl donde Rodrigo guarda muchos de los manuscritos y mapas centenarios de su familia. En el comedor, el mueble esquinero pintado de llamativo amarillo fue parte de un armario republicano de 3 metros que en algún momento el MALI puso en venta, y que María José aprovechó sin dudar.


Aún sueña con cambiar el piso por listones de madera clara, algo que nunca pudo hacer y que, probablemente, no llegará a cumplir. Tampoco pudieron renovar las puertas, que son “del año de Ñangué”. La cuarentena ha retrasado un poco los planes de mudarse, con los chicos creciendo necesitan más espacio. Han visto varias opciones, incluso más amplias y modernas, pero ninguna tiene la altura de estos techos, ni la hermosa vista a la calle de la sala, desde donde puede verse un frondoso árbol que se pone lindo en verano. “Tenemos que entender que no se puede tener todo en la vida, ¿no?”, se ríe María José. No se estresa porque fluirá también con esa mudanza y lo que implique; solo quiere que, adonde sea que vayan, el nuevo lugar les llene como este que hicieron tan suyo, y en el que crecieron tanto.