Cuestión de sincronía

Fotos: Hilda Melissa Holguín

Sergio Terry cree que las cosas pasan por algo. O, mejor dicho, que las cosas pasan cuando tienen que pasar, si es que tienen que pasar. Lo ha experimentado a lo largo de su vida. Su departamento, por ejemplo: necesitaba mudarse urgentemente y la corredora pactó quince visitas en un solo día. Hubiera sido muy sencillo decidirse por cualquiera de los otros catorce departamentos, pero Sergio quiso llegar hasta el final del extenuante recorrido. Cuando entraron, aquel día de verano, ya atardecía: la ventana que da al Golf de San Isidro parecía una pintura en medio del lugar vacío. A Sergio le dio de lleno la vista, el sol, el calor. Se sintió en casa.  

Había terminado una relación de diez años. Hasta ese momento, el publicista había vivido con su pareja en un departamento antiguo muy bonito, pero a raíz de la separación cada uno siguió su camino. Sergio empacó sus libros, su arte y el piano, pero además de eso, no quiso llevarse nada de esa casa. Había sido su primera relación y todo lo habían comprado juntos: los muebles y los adornos tenían demasiado valor emocional y no iba a poder sacarlos de contexto, ni convivir con los recuerdos. Prefirió empezar de cero y que todo vaya apareciendo con el tiempo.

Aún dolido, decidió irse en un viaje largo. Primero estuvo en París por casi un mes, y luego viajó a Londres, una ciudad que había deseado conocer por mucho tiempo. La noche en que salía su vuelo, bajando del taxi en el aeropuerto de París, pisó mal y se rompió el tobillo. Casi no lo dejan subir al avión. Antes de lograrlo, finalmente, llamó a su mamá en Lima para contarle. Aterrizó en Londres “herido emocionalmente y además físicamente”: no sabe cómo, pero su madre había coordinado que una ambulancia lo estuviera esperando. Salió del aeropuerto en una camilla. Así, dramáticamente, empezó su aventura. Pasó tres semanas en muletas y usando una bota: como sentía que no había podido disfrutar bien la ciudad extendió su regreso una semana, y luego otra. Sin darse cuenta pasaron cuatro meses en Londres. Era tiempo de volver.

En Londres había hecho muchos amigos: visitó sus casas y vio sus estilos tan distintos. Regresó a su vida en Lima con otra visión. Si ya el arte le atraía, aprendió a valorarlo mucho más y sobre todo a interesarse por la historia de cada pieza, por el contexto de cada creador. Empezó a buscar lo que está detrás de la imagen o del objeto: el momento histórico, la motivación. Si le preguntas por cualquier pieza en su departamento, Sergio tiene una historia que contar.

En el estante de la sala están casi todas sus colecciones de muñecos. Es fan de Mickey Mouse, y tiene uno vintage que encontró en París y un barco de Lego, regalo de su papá. Su colección de pájaros en diversos materiales (tiene de madera, de murano, de cerámica) está expuesta, así como su oso de peluche de niño. Otro personaje que le fascina es Tintín: estaba en Londres cuando compró las figuras de Tintín y su perro Milú en la luna; esa misma noche, fue una fiesta y le presentaron al amigo de un amigo, que acababa de regresar del Sahara. A la mañana siguiente, él le regaló un frasco con tierra del desierto. Con la porción de aquella tierra lejana aún en el bolsillo, Sergio entró a una librería y se encontró con el libro de Tintín que cuenta ese mismo capítulo espacial. En ese momento, sintió que todo se conectaba. Esa sensación le gusta, le da seguridad.

Es el vecino más joven de su edificio. También es el engreído. Durante la cuarentena le han enviado postres y comida. Sergio es muy musical, siempre tiene prendida la música: su vecina más próxima, en lugar de pedirle que la apague o que baje el volumen, le escribe por Whatsapp preguntándole el nombre de tal canción o comentándole que está linda. Una convivencia así de amable y amigable no es común. Sergio siente que ha tenido mucha suerte en llegar al sitio correcto. Mucha gente buena se ha cruzado en su camino.  

“Yo nací en Lince; no éramos una familia millonaria, pero vivíamos bien. A raíz de la crisis del ochenta y comienzos del noventa, mi papá perdió el trabajo y con lo que le alcanzó de su liquidación, vendió el departamento donde vivíamos y nos fuimos a Ventanilla, a un asentamiento humano. Mi hermano acababa de nacer, yo tenía 8 años: recuerdo claramente que esa mudanza me pareció una aventura; era un entorno más rural, podía correr por el cerro, por la tierra. Para mí era un juego, pero no quiero imaginar lo que fue para mis papás. Pasamos de vivir con cierta comodidad a vivir de manera muy ajustada. Nuestro departamento en Lince mi mamá lo tenía decorado lindísimo: con cosas muy sencillas, pero llena de detalles, adornos y plantas. La casa de Ventanilla era mucho más chica e incómoda, pero mi mamá armó un jardín en la entrada –era la única casa en la cuadra que la tenía–; tú entrabas a nuestra casita y era linda… Me emociono al recordarla. ¿Sabes por qué? No sé cómo, pero ella encontró el mismo piso que teníamos en Lince y lo hizo poner en Ventanilla, para que yo no sintiera tanta diferencia, pensando en mí… Dejamos muchísimas cosas atrás cuando nos mudamos, pero igual crecí en la casa más hermosa que te puedas imaginar, y ahí viví hasta los 18 años”.

Claro que sorprende la visión de su madre, Miriam, en un momento de tanto estrés. Pero no para quien la conoce. No para Sergio, quien admira su don para los detalles, su capacidad de observación y su determinación. Como cuando él tenía 12 o 13 años y recién empezaba un proceso muy interno de descubrirse y de reconocerse: un domingo, en misa, el sermón calificó como pecado algunas formas de amor; no fue necesario que él dijera algo o hiciera algún ademán. No fue necesario ni siquiera que entendiera por completo que estaban hablando de él, de su identidad, su naturaleza y su futuro. Apenas el sacerdote terminó de hablar, sintió la mano de su madre y sus ojos firmes sobre él: “Eso no es cierto. Dios ama a todos”. Hasta hoy, ella tiene la capacidad de hacer que cada momento sea especial.

Es increíble pensar hasta qué punto una palabra o un acto generoso pueden influir en la vida de los demás. Cuando Sergio terminó el colegio no había dinero para pagarle la universidad, así que entró a trabajar a una cabina de internet del barrio. Ahí, el chico de 17 años aprendió a diseñar páginas webs y empezó a buscar clientes: le hizo la web al colegio nacional de la zona y a la sanguchería de su mamá. Agarraba las Páginas Amarillas y empezaba a llamar alfabéticamente a las empresas, ofreciendo sus servicios. Uno de esos días, le contestaron de la Universidad del Pacífico que sí, que necesitaban unos newsletters. Cuando fue a reunirse con la directora de Marketing ella se encontró con que era un niño. Y uno muy talentoso. Podría haberle seguido dando trabajo y eso ya hubiera sido bueno, pero se tomó un tiempo para hacer algo más: lo metió a las clases de Negocios en la Pacífico. Sergio aprendió Contabilidad, Administración, todo. Cuando cumplió 18 años formalizó su empresa y le puso de nombre SmartClick. Tras más de diez años, esta evolucionó para convertirse en la agencia de creatividad Houdini, considerada la mejor agencia independiente del Perú por el Ojo de Iberoamérica. Sergio nunca se olvida de que un gesto basta para cambiarle la vida a alguien.

Le gusta vivir bien, pero aprendió que la belleza no tiene que ser ostentosa. En su departamento de espíritu retro tiene sobrios muebles mid-century modern que eran del hotel Crillón. Una pintura de Manuel Moncloa completa su comedor y define la paleta del área social. Tiene también piezas interesantes y diferentes, como la alfombra parchada de textiles turcos vintage, y otras que además de ser estéticas son funcionales, como las luces audiorítmicas que cambian de color con la música, y que hacen una escultura en movimiento sobre su piano. Que, por cierto, se ha prometido aprender a tocar pronto.

Durante la cuarentena ha empezado a cocinar y hoy su siguiente proyecto casero será remodelar la cocina. Pasa mucho tiempo leyendo en la sala, acompañado por su gato Bernie, y cada tanto saca a pasear a sus perros Bertha y Elmer, eso lo airea. Sergio es muy sociable y le encantaba recibir gente en el depa. Sobre todo en verano, que es como lo conoció por primera vez, y que entra un aire riquísimo por la ventana. Como no puede invitar a amigos, por el momento baila y canta solo. Disfruta su espacio.

Tiene muy delimitada la zona de trabajo del resto del depa. Antes, si se llevaba pendientes a casa los revisaba en el sofá frente a la compu, o echado en su cama. Hoy, no hay manera que lleve su computadora a la mesa del comedor, mucho menos a su dormitorio. Además de la home office que se ha montado, tiene un pequeño escritorio en el cuarto de invitados, que usa por las mañanas para dibujar. La vida que ha construido en este lugar ha influido en su trabajo creativo, claro que sí. Aquí ha madurado. Y ha sido justo en el momento preciso.

A %d blogueros les gusta esto: