Montaje efímero

Fotos: Nicole Bergman

Hace dos años, la joven Crisis Galería se mudó al primer piso del edificio barranquino. Las cosas marchaban bien, crecía el catálogo y sus artistas, así que los socios decidieron alquilar otro departamento en el mismo edificio para usarlo como una trastienda: un lugar para guardar y exhibir piezas y recibir a los clientes. En aquel momento, Alejandra Monteverde, directora de la galería, mantenía un trabajo fijo en el Museo de Arte de Lima, pero decidió dejarlo para apostar al cien por ciento por Crisis. Como una manera de estar absolutamente inmersa en el proyecto y a la vez hacer más eficientes sus recursos (ya que había dejado su chamba segura en el MALI), se mudó a una habitación libre de ese segundo departamento. De eso ha pasado un año. 

Alejandra estudió Economía y terminó Administración en La Pacífico; de ahí su fascinación por la tirante y compleja relación entre mercado y arte. Con Crisis, ha hecho alianzas con otras galerías y actores, ha ido a ferias y encuentros internacionales, está estableciendo un circuito con la intención de que funcione como puente para el arte peruano. Suele viajar bastante seguido y para este año tenía muchos planes fuera de Perú. La pandemia cambió completamente el escenario, en más de un sentido.

Mientras entraba y salía del depa constantemente, vivir en una habitación no tenía mayor problema. Hasta le gustaba la practicidad y ligereza de no estar atada a un espacio físico, de no necesitar tantas cosas. Pero cuando empezó la cuarentena se vio, de pronto, sola con su gata Sombra en un cuarto pequeño: afuera de su dormitorio, el depa era un espacio neutral y frío, sin ninguna comodidad, sin muebles, sin una mesa ni un sillón en el cual leer, nada. Comía en su cuarto, sobre la cama. La gata estaba estresada. Fueron dos primeros meses muy duros. Alejandra se dio cuenta de que no tenía una casa; se dio cuenta también de que tenía que “mirar más adentro”. En el ámbito profesional, le tocaba aportar a la escena local; en el personal, debía enriquecer su vida doméstica.

La situación no es inusual. En los últimos años y gracias a la posibilidad de trabajar de manera remota, en actividades que muchas veces tienen que ver con tecnología o creatividad y con empresas que cada vez “tercerizan” más áreas, se ha generado un nuevo personaje, una especie de nómada contemporáneo que no ve la utilidad en endeudarse veinte años para comprar una casa, porque puede vivir en cualquier parte del mundo por periodos. Es una manera válida y ciertamente emocionante de vivir. Surgen varias preguntas: ¿la importancia que le damos a nuestro entorno depende del tiempo de permanencia? ¿Depende acaso de la pertenencia? Y así estés un mes o un año en un lugar, ¿qué significa habitarlo?

Alejandra ha vivido un año en este depa antes de empezar a ocuparlo realmente. Y está feliz de haber hecho ese cambio. Está convencida que las crisis generan transformaciones, que la única manera de cambiar es pasar por ese momento de quiebre y de cuestionamiento; de ahí que el nombre de su galería haga alusión al difícil medio del arte y del galerismo. Sin dejar de reconocer la tragedia que deja a su paso la pandemia, Alejandra sabe que, a nivel personal, sin la oportunidad que le han dado estos meses jamás hubiera entendido la necesidad de extenderse por los ambientes, de decirse: “tranquila, piensa en ti, en tu bienestar”.

El espacio frío y neutro se ha convertido en un cálido departamento con ingreso, comedor, dos salitas con mantas para el frío, dos dormitorios (uno de invitados) y cocina con comedor de diario. Por supuesto, no es un depa convencional, porque el arte determina el recorrido y la energía, que Alejandra ha completado con plantas, libros y música. Las piezas de los artistas de Crisis han dejado los estantes y los anaqueles y hoy están instaladas a lo largo de todos los ambientes, conversando unas con otras. Ni siquiera cuando se mudó, hace un año, podía imaginar Alejandra la poderosa experiencia de vivir rodeada de arte.

Apenas se dio cuenta de que necesitaba salir del confinamiento de su cuarto, mandó a hacer a Salvador Gonzales del taller Greensalt, una credenza de madera bajo la ventana. Empezó por ahí. Luego, su mamá le trajo casi todos los demás muebles. Algunos son de onda clásica, como la mesa y las sillas de comedor principal, otros más simples y funcionales, como la sala o el comedor de diario. A medida que el lugar se iba a llenando sentía que había muebles con los que no se identificaba, pero a la vez, cree tanto en dejar que las cosas pasen, en no forzar nada, que permitió que todo aquello que le podían dar entrara en su nueva vida.

También llegaron objetos muy especiales, como la alfombra y la lámpara de su abuela, o la mesita de su bisabuela. Este lugar es prueba de lo que puede lograrse si cambia la perspectiva: abrió uno de los pedestales que se usan en las muestras para convertirlo en una repisa horizontal, sobre el piso. Lo último que Alejandra ha comprado son unos tapetes de paja hechos por tejedores. Sombra, la gata, está feliz: dormita en las sillas, husmea entre las macetas.

“Ha sido importante darme cuenta cómo un cambio que es muy simbólico y que tiene que ver con el bienestar personal, se puede reflejar también a un nivel económico: ahora, un potencial comprador va a ver este espacio y le va a gustar mucho más que el anterior, que era un cubo blanco y frío. Aquí puede ver cómo la pieza que le interesa conversa con otras, con los muebles, con las flores. Cómo se ve en un espacio vivido”.

Confiesa que tenía cierta reticencia a la decoración porque sentía que muchas compras de arte se hacen con eso en mente, “y entonces acaba siendo más importante la estética que el discurso”. Sin embargo, su experiencia de construir estos ambientes le ha hecho ver con ojos más amables las distintas formas que existen de consumir arte, de llegar al arte. Ella misma está afanadaza con la belleza (casi escultural) de los arreglos florales, con las formas novedosas que ha encontrado (con ayuda del artista Daniel Tremolada) para ubicar las piezas. Ha sido divertido. “Al decorar este depa he ido conectándome con esa forma de consumo, he ido abriéndome a la posibilidad de introducir el arte en una casa sin comprometer el discurso del artista y buscando armonía, logrando algo estéticamente agradable”, asegura la galerista.

Esculturas textiles de Pierina Másquez; pintura, textos y telas de Alberto Casari; cerámica de Aileen Gavonel; óleos de Javier Bravo de Rueda; instalaciones de Jimena Chávez Delion y Andrés Pereira Paz, y tantos artistas más. ¿Es fácil convivir con piezas tan potentes? “Sí porque todo tiene una línea, hay algo que le da sentido a todo”, responde Alejandra. “Todas estas obras son de artistas representados por la galería o que tienen alguna relación con ella, y mis socios y yo hemos tenido una serie de conversaciones y revisiones antes de trabajar con cualquier artista: sumarlos a la galería es una decisión que tiene mucha reflexión y anhelo. Son relaciones que hemos ido construyendo con el tiempo”. La galerista sabe que hay algunas piezas con las que es difícil imaginarse conviviendo, pero aquí en el depa pueden verse de otra manera. “Traer la obra al espacio doméstico ha sido un descubrimiento muy simple pero muy trascendental”, explica.

El departamento entero es una especie de montaje efímero porque Alejandra sabe que las piezas se van a ir. Para ella es un privilegio esta nueva forma de vivir porque es su trabajo en la galería lo que, por el momento, le permite estar rodeada así de arte. Le gusta que haya rotación de obras, que las cosas circulen. Le interesa que las obras se exhiban, y que cada cierto tiempo cambien de lugar le encanta, le da aire. “Es el objetivo de este espacio, que sea de tránsito de alguna manera, no me estoy aferrando a él”, dice. Aunque, pensándolo bien, “sí me pasa con algunas piezas que digo ‘¡Nooo! ¡Que no se vaya!’”, se ríe.

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