Fotos: Alejandra Kaiser
Su mamá había sido “molinera” de toda la vida: desde la época en que el distrito estaba lleno de chacras y árboles, y llegar a La Molina se sentía como un viaje interprovincial. Cuando eran enamorados, su papá la iba a visitar en su bolocho. Así que, años después, cuando los papás de la fotógrafa Alejandra Kaiser ya estaban casados, pensaron en esa zona para cumplir el sueño de tener una casa con jardín. Un lugar donde criar a sus tres hijos. Una herencia que dejarles.
Es una casa de dos plantas construida a comienzos de los noventa. La familia de cinco se mudó el mismo año en que se levantó. El jardín la rodea y tiene un patio trasero. La sala es de doble altura y desde arriba, desde una especie de altillo, puede verse el área social, quién entra y quién pasa. A pesar de que la sala y el comedor tienen mamparas de extremo a extremo, la casa tiene corredores y muros que generan claroscuros. Alejandra piensa que por eso su madre quiso llenarla de colores alegres y cálidos: las paredes son amarillas, naranjas o rojas.



La luz de la mañana es la favorita de la fotógrafa, porque no cae frontalmente; por el emplazamiento de la casa, que está en diagonal sobre el terreno, la luz llega de costado y los rayos del sol van colándose y apareciendo por los pasadizos y las ventanas. Es en esos momentos, sobre todo, que se descubren las otras sorpresas de la casa: las colecciones de objetos que su mamá ha ido dejando en cada ambiente. Artesanías, casitas, fotos. Algunos muebles heredados, como la mecedora de la bisabuela o el telar del abuelo. Todo eso ayuda a que se sienta una casa de familia, con vida y con historia, a pesar de que esté cada vez más vacía.
Alejandra se acuerda de la casa con otra energía. Tenía cuatro años cuando se mudaron y para ella y sus hermanos, significó el descubrimiento y la posibilidad del juego infinito. Luego, se unieron los amigos del colegio y de la universidad, que siempre estaban (a Alejandra le daba vergüenza bajar en pijama por las noches para tomar agua, porque era seguro que se cruzaría con amigos de sus hermanos en la sala), y las voces y las risas que llenaban cada ambiente. La casa cambió muchísimo cuando sus hermanos se fueron. Su dormitorio y el de ellos compartían un pasadizo y cuando abrían la cortina de su habitación, este se iluminaba. Alejandra solía ver, desde su cama, la luz que entraba del cuarto de sus hermanos y así sabía que ya se habían levantado. Durante años después de que ellos se fueron, ella no podía evitar abrir un ojo por las mañanas y buscar esa luz.


Ella también se fue, en un momento. Vivió en Madrid por un año, mientras estudiaba una maestría en Fotografía artística y conceptual. Había pedido un préstamo estudiantil así que, cuando regresó a Lima, sabía que debía permanecer en la casa de sus padres para poder trabajar e ir pagando el préstamo. Recién podría pensar en mudarse sola cuando esa deuda estuviese saldada. Eso ocurrió en diciembre pasado.
Desde hace tres años Alejandra es corresponsal en Latinoamérica de la ONG internacional Aldeas infantiles, que se especializa en el cuidado de los niños. Ella es la encargada de generar contenido: fotos, videos e historias que muestren el impacto de los proyectos en las poblaciones de niños en riesgo. Gran parte de su trabajo implica viajar a distintos países, sobre todo de Centro América y el Caribe, pero ha llegado hasta Sudáfrica. Este 2020 tenía programado un viaje muy especial: una estadía de tres meses en Viena, Austria, en la base central de la institución. Debía haber volado en abril y luego, al regresar, iba a mudarse fuera de la casa de sus papás. La pandemia cambió todos sus planes.
Se había imaginado que pasaría marzo revisando sus cosas: tenía que botar lo que no servía, regalar lo que debía, y ordenar aquello con lo que quería quedarse, para dejar las maletas y cajas listas y, a su regreso de Viena, mudarse definitivamente. En cambio, ha pasado la cuarentena organizando con sus papás la logística de la casa: ha sido Alejandra la encargada de salir a comprar, lo prefirió así para que ellos no se expongan. Su madre, Carmen, es profesora de francés y Ale la ayudado con sus clases online; su padre, Henry, está jubilado, pero hace consultorías desde la oficina que montó en casa. Han cocinado mucho juntos, han instaurado rituales como las pizzas de los sábados, y aprovechan la terraza para conversar y estar con sus dos perros beagle, Boris y Kenia. Antes de la cuarentena, Alejandra veía poco a sus papás: vivía entre el trabajo, los viajes y la playa, y pasaba poco tiempo en casa. Hoy, piensa que la cuarentena no ha podido tocarle en un mejor lugar, mientras espera que todo se calme para retomar los planes de mudanza.

Cuando todos eran chicos se trepaban al station wagon y viajaban por Perú: siempre regresaban con artesanías que su madre encontraba. Se percibía el entusiasmo por ir mejorando la casa con el tiempo: se techó el patio y se hizo una parrilla, se remodelaban los baños y los papás se pasaban horas escogiendo las lozetas. Les ilusiona que su casa sea bonita. Su estilo rústico quizás no representa los gustos personales de Alejandra, pero le gusta sentirla tan hogareña y eso quisiera lograr en cada lugar en el que viva en el futuro.
Hay ambientes que ya no se usan y por momentos se siente un poco sola. En la cuarentena se han dado cuenta de que pueden pasar días y no entran a uno u otro espacio. El cuarto que le ganaron al patio para que su hermano arquitecto pueda hacer sus maquetas de estudiante, hoy es mitad depósito y mitad la oficina de su papá. El dormitorio que era de sus hermanos es el lugar donde Alejandra ha puesto su computadora. Tiene la sensación de que sobra espacio y sobran cosas.




Antes, tener una casa para echar raíces y envejecer era la meta de muchas parejas que empezaban a formar una familia; hoy, la relación con nuestros hogares es más pasajera, quizás menos romántica. Pensamos en crecer de a pocos y, en el camino, ir formando nuevos espacios. A sus papás les da pena pensar en achicarse, pero también saben que quedarse con una casa grande y vacía es complicarse la vida. Ellos también postergan esa decisión porque recibir la visita de sus nietos y verlos jugar en el jardín, con los perros, los hace felices.