Fotos: Natalia Queirolo
Van a ser dos años desde que Lucía Peschiera se fue de Lima. Iba a ser una estadía temporal en Madrid y terminó siendo permanente. Lucía sentía que necesitaba romper momentáneamente con Lima. Quizás no con la ciudad –después de todo, le iba bien, tenía mucho trabajo como productora, tenía una casa propia y a su familia cerca–, sino con todo lo que le pasó casi de golpe.
Su abuela murió y a los pocos meses, su abuelo la siguió, Lucía dice que de pena. Tiempo antes, ella se había embarcado con su novia en una serie de aventuras: montar una empresa de producción, comprar una casa y adoptar una perra. “Había cumplido el sueño de la casa propia en un montón de aspectos… y al poco tiempo el amor mutó a otra cosa. Y yo necesitaba salirme de ese proyecto”, explica Lucía. “Además, la muerte de mis abuelos fue muy importante, ellos eran como mis padres. Y de pronto yo estaba en Lima capturada, no estaba preparada para todas esas responsabilidades que había asumido, y con esa pena que tenía por dentro. Necesitaba ver otras cosas”. Así que se fue.
Estudiar un posgrado en España era algo que Lucía había querido hacer desde que salió de la universidad. Con el dinero de la venta de la casa se matriculó en un curso de Asesoría de Imagen en el IED y se preparó para vivir 6 meses o un año en Madrid y regresar a Lima con otra perspectiva.

“La verdad es que las cosas sucedieron de manera bastante inesperada. Yo apenas salía de una relación larga y sólida, y venía a la aventura emocional. Pero al mes de haber llegado conocí a Antu. Éramos vecinos, nos veíamos porque vivíamos en la misma calle y una noche me invitó a salir. Quedamos y nunca más nos separamos. Encontré una persona con los mismos ideales que yo: le preocupa el feminismo, la política, y en muchos sentidos es un alma gemela que lucha por las mismas cosas. Eso en Lima no me pasaba porque es una sociedad más cerrada. Y eso me atrapó inmediatamente de él”.
Entonces, al poquísimo tiempo de haber llegado a ese nuevo mundo que ella había buscado, Lucía se encontró en medio de una gran disyuntiva: seguir el camino independiente que había imaginado, o volver a tomar decisiones impulsivas basadas en lo que siente. “Antu es la razón por la que decidí quedarme en Madrid. Pero yo no quería admitir que estaba volviendo a tomar decisiones de vida solo por amor. A pesar de que soy impulsiva en esas cosas, quería ser un poco más sensata. Necesitaba encontrar un motivo más individual… No hubiera tenido nada de malo admitir que me quedaba por mi relación, pero yo había llegado entusiasmada con esta salida de Lima que era para reencontrarme, que era algo muy personal, así que me resistí a dar el todo por el todo, porque ya lo había hecho antes”, confiesa Lucía. Por eso decidió hacer un segundo posgrado –“para quedarme por algo más”–. Así que mientras estudiaba Digital Brand Management y exploraba su nueva relación, se enfrentaba a sus propias incoherencias, entendiéndolas, incluso abrazándolas. Había hecho un viaje para conocerse y finalmente lo estaba haciendo.

Se mudó al piso que Antu tiene en la calle que ambos compartían en Malasaña. Están en pleno centro de Madrid, en un lugar donde todo pasa: hay bares, tiendas vintage, cafés y gente por todos lados. Esos primeros meses Lucía había vuelto a estudiar y a la par consiguió algunos trabajos en producción; procuraba hacer más contactos y también consiguió trabajo en un bar por las noches.
Los espacios estaban mal distribuidos y la ubicación de los muebles no ayudaba, como el sofá que bloqueaba la entrada de la cocina. Había una tele enorme, un escritorio, cuadros en el piso y estaba todo “un poco despelotado”, así lo describe Lucía. Pero su novio pasaba poco tiempo en casa por el trabajo, así que le dio la oportunidad de cambiar lo que necesitara para hacer que el depa se sintiera de los dos. La madre de Lucía llegó de visita para quedarse un mes, y aprovecharon para hacer ese cambio juntas, mano a mano. Con ella compró muebles nuevos, colocó plantas y colgó cuadros. Fue increíble tenerla un mes con ella en el depa.
Con el tiempo Lucía y Antu han ido decorando juntos. Cuando estuvieron en Porto, en Portugal, se metieron una borrachera y acabaron entrando a una tienda y comprando alfombras. Al día siguiente ni se acordaban. Cada vez que alguien ha viajado de Lima a Madrid, ella ha aprovechado para pedir que le traigan algunas de las cosas que dejó cuando su viaje a España iba a ser solo por un tiempo. Sus libros de moda, por ejemplo, y sus fotos, que ha ido enmarcando y colocando por todo el depa.

“Me vine con tres maletas de ropa, zapatos y carteras, y con el tiempo tuve que ir desechando cosas para caber en un departamento de 50 m²… Antes de mudarme aquí tenía 60 pares de zapatos… ¡Era imposible! He pasado por un desprendimiento muy grande aquí en Madrid para empezar a priorizar objetos que tienen otro tipo de valor, más emocional que estético”.
“Soy supertrapera y cuando voy de tiendas siempre encuentro algo que me guste, pero aquí empiezas a darle lugar a lo que es más importante. He aprendido a hacer compras con mucha más conciencia: evito el fast fashion, intento que la ropa sea de segunda mano o que me vaya a durar 10, 20 o 30 años. En mi vida ya no existe el concepto “estar a la moda”: creo que hay un statement en la forma de vestir, es comunicación absoluta y hay un estilo debajo de la ropa. Mi estilo es un bufé de cosas, ¡soy un popurrí!”.
Sus fotos y sus cartas son objetos que piensa llevarse de continente en continente. En casa tienen una pared de post-its y notas que ella y Antu se dejan. Ahí, Lucía ha colgado cartas y dibujos que le han hecho sus sobrinos. “Son cosas que al verlas te resucitan y te llevan un poco a casa”, explica.

También fue llenando el depa con piezas de arte. Tiene un acrílico que dice “Soy peruana” que le mandó a hacer su padre con la artista Inés Diez Canseco; tiene dos serigrafías de Amadeo Gonzáles, que son muy especiales pues son la primera inversión en arte que hizo; y tiene el dibujo de un caballo de origami de Miguel Orcal. En realidad fue el boceto para el tatuaje que luego Miguel le haría en el brazo, pero a Lucía le gustó tanto que hizo que le firme el dibujo y lo enmarcó.
El piso del departamento en Malasaña es de cemento pulido pintado de rojo: decir que es llamativo es poco. Al principio le resultaba muy invasivo a Lucía; además, no podía evitar pensar que si fuera de madera podría colocar otro tipo de muebles… el rojo brillante es difícil de combinar. Sin embargo, con el tiempo ha llegado a pensar que le da una calidez especial al departamento. A veces piensa que lo achica, otras veces que lo agranda, pero el rojo es, finalmente, tan simbólico. “El vecino de abajo tiene este mismo piso en amarillo… ¡la verdad es que yo me quedo con el rojo!”.
El tema del trabajo de Antu es como el chiste de Chandler de Friends: tiene amigos de hace 20 años que hasta ahora le preguntan exactamente qué hace. Trabaja en proyectos de innovación para aeropuertos y líneas áreas de España. Y vivir con él es vivir con su gata Badxoqueta, que debe su nombre a una alubia valenciana que se le pone a la paella. Al comienzo, Lucía le tenía miedo. No sabía cómo comportarse con ella o qué reacciones tendría, pero Badxoqueta se encargó de enseñarle. ¿Cómo? Pues siendo supermimada y no dejándoles solos ni un segundo. Y si Lucía llega a casa y no la saluda antes de hacer cualquier otra cosa, no le habla en toda la noche.

Después de cierta inestabilidad laboral, Lucía es jefa del Departamento de Estilismo y Creatividad de Showroompriveé en Madrid, un ecommerce multimarca francés. Tiene la suerte de trabajar con gente diversa y joven, lo cual es muy motivador. Y sus planes son quedarse justo donde está, al menos de momento. No tiene que moverse para que su viaje continúe.