Fotos: Janice Bryson
¿En qué piensa alguien de 25 o 27 años que está buscando su primer depa propio? En que quede cerca de su trabajo, de la casa de su pareja, o quizás de la casa de sus padres; que no cueste demasiado, que entren todas sus cosas. Seguro piensa en las fiestas que podrá hacer, y en las decisiones que tomará, por fin, con total libertad. Sobre todo, está la emoción de la experiencia. El primer depa es un paso grande.
Cuando la diseñadora Patricia Exebio y su hermano Jaime llegaron a este dúplex en Miraflores, tenían 27 años ella y 25 él, y mucho, mucho en la cabeza. Su madre había muerto hacía poco, inesperadamente, fulminantemente, y su padre enfermó casi de inmediato de Alzheimer: necesitaba cuidados especiales y tuvieron que internarlo. En poco tiempo Patricia y Jaime se habían quedado solos en una casa grande, en ese lugar donde en algún momento vivieron seis personas, pues también estuvieron los abuelitos maternos. De pronto la casa tenía demasiados dormitorios vacíos. En medio del caos, Patty supo algo con claridad: había que reducirse, cambiar de escala.
“Mi hermano se acababa de graduar, yo trabajaba. La casa tenía demasiados muebles y todo era de ellos… Había demasiados recuerdos y uno tenía que estar prendiendo las luces en todos los cuartos oscuros… Era demasiado”.


En su caso, mudarse no solo implicaba irse: tenían que deshacerse de cosas. Con tres meses para dejar la casa, organizaron una gran venta de garaje y paralelamente colocaban muebles en casas de amigos que llegaban y se los llevaban. “Todo era tan rápido que no te podías despedir de nada. Yo pensaba: ‘¿Cómo voy a vender el horno de arcilla de mi mamá?, pero a la vez me decía: ‘¿Dónde voy a meter el horno de arcilla de mi mamá?’. Mi mami mandó a hacer todos los muebles de mi casa. Me acuerdo de la mesa de comedor, grande, de madera, con una piña tallada hermosa que ella misma dibujó para que el ebanista la hiciera; cada vez que cobraba su sueldo le dejaba una plata para que la avanzara, yo la acompañaba. Hizo sus muebles con amor y paciencia pensando que le iban a durar un montón de años. Y ella no se los pudo llevar, y yo tampoco me los pude llevar. La mesa se la vendí a los papás de una amiga, y no he vuelto a verla. Pero me quedé con una vitrina llena de sus tazas, vasos y platos. Vendí todo lo demás, pero cerré esa vitrina. Está aquí, conmigo”.


Con la venta de la casa primero pagaron las deudas médicas por el tiempo que su mamá estuvo internada. Luego, se pusieron a buscar un departamento. Caminaban por el malecón de Miraflores con una lista de direcciones y teléfonos anotada. Este departamento aún no estaba terminado pero el proyecto era bueno: cerca al mar, con una vista bonita, y como era dúplex les dejaba cierta idea de casa. Lo compraron. No tenía piso y todo estaba fresco, así que por un tiempo se fueron cada uno a casa de amigos. “Pero yo ya no quería vivir arrimada en ningún lado”, cuenta Patty. “Me vine con un foco y acampaba con mi ropa en cajas, mientras seguían poniendo los acabados”. Así fue como tomó posesión de su nueva vida.



“Algo que siempre he buscado es que la gente destaque su origen. Este bagaje que cada uno trae desde su cultura y aprendizaje, desde su edad, desde quién es. Por eso es importante que las personas que entran al estudio no se olviden de lo que son para ser algo que el statement acepta”. Esto me respondió Patty hace años, cuando la entrevisté sobre el origen de la creatividad, a propósito del trabajo de Exebio, el estudio de diseño que ella fundó hace 7 años. En Lima, su apellido es sinónimo de un diseño inteligente e intuitivo, de experiencias y de creación de historias y de identidad. Y no es gratuito que haya elegido su apellido como nombre de su estudio: es un homenaje a su familia; es la memoria como la mejor herramienta de creación; es también una gran responsabilidad.
Cuando empezó a vivir sola descubrió muchas cosas. Que el metal se oxida. Que el plástico se pone amarillo. Que uno se enamora y es increíble pero que las historias terminan y está bien. Descubrió la movida de la música electrónica y las noches de juerga. “Hubo un momento en que los vecinos ya no me aguantaban, me odiaban, porque llegaba tarde y seguía con mi música… He sido la niña terrible del edificio, pero también he acabado siendo un miembro serio de la junta de propietarios. En algún momento pasé de ser la buscada por Serenazgo ¡a ser yo la que los llama!”, se ríe Patty.




Hace años un amigo la llamó y le dijo: “Basta de juerga, necesitas cuidar algo. ¿No has pensado en tener un gatito?”. Cuando recién adoptó a Misha sentía muchos nervios de esa cosita tan chiquita, tenía miedo de que se fuera a morir. Y se volvió loca por ella. No quería salir. La gente le preguntaba si iría a tal o cual fiesta y ella respondía que no, que se quedaba en casa con su gata. Años después llegó Chorizo, otra gatita, más tímida que Misha, que es una reina. Ambas toman agua en tazas de cerámica y en posavasos de cuarzo: Patty la llama su agüita energética.
“Aquí también descubrí que nosotros mismos nos malogramos, que envejecemos. Que lo nuevo no es símbolo de estatus ni de belleza, y que todo tiene una historia. Este departamento ha sido un útero gestor que me ha contenido. Ha sido la transición hacia otro momento, un lugar totalmente embrionario. Aquí he crecido, he madurado, y he aprendido un montón”.








El depa está lleno de cosas que ha encontrado en el camino o que llegaron a ella de distinta manera. Sus repisas cargan montículos de libros y de revistas, juguetes antiguos, botellas, tacitas, cerámicas, un casco de la Segunda Guerra Mundial. Esos objetos son la expresión de su curiosidad, la materialización de viajes, de experiencias, de un ojo que fue afinándose y una estética que goza con la mezcla, la fusión y también con el caos. Patty acaba de deshacerse de buena parte de sus cosas, las ha regalado: aún así, los ambientes están repletos porque le gustan los objetos y los necesita cerca.
Tiene arte que ha ido coleccionando, pero también muchos regalos: una acuarela que Fernando Otero le dio en medio de una fiesta, la intervención fotográfica que Mafe García le dejó cuando se mudó por un tiempo fuera del Perú, la foto que Nelly García le dio por su cumpleaños; conserva un cuadro de Nelly Loli, su tía, medio hermana de su padre, una pintora que curiosamente encontró gran acogida en la Unión Soviética, en donde solía exponer sus obras.



“Yo no quiero un mueble de roble o de cedro que me dure 100 años. Si tengo algo que se oxida lo cambio, o lo dejo hasta que encuentre algo que quiero. Prefiero renovar cosas que otros han usado y desechado, arreglarlas y darles una segunda vida: me encantan las cosas que tienen un recorrido y más significado. También mando a hacer algunas piezas: como el archivador de mi cuarto. Es que necesitaba espacio, mira, está lleno de cosas: aquí están mis libros sobre reiki; aquí guardo rollos de películas, porque hacer fotos analógicas es uno de mis hobbies. Y este cajón está lleno de juguetes sexuales. Y sé dónde encontrar cada cosa. Pero la verdad de la milanesa es que todo el rato quiero deshacer y rehacer todo”.




Patty asegura que no quiere cosas que nazcan con ella y le duren toda la vida, pero está dispuesta a ser parte –un capítulo más– de la vida de objetos que llegan de otro lado, para luego dejarlos ir. La experiencia –la pérdida– le ha enseñado a aceptar el ciclo de la vida, pero su espíritu guerrero hace que, a la vez, se subleve frente al paso del tiempo, reusando sí, alargando la historia, pero también recordando. Los objetos podrán malograrse, romperse, perderse, o rematarse en una venta de garaje, pero la memoria trasciende. Sus papás pensaban que cada esfuerzo y sacrificio valían la pena porque les dejarían a sus hijos una casa con muebles hermosos. Lo que les dejaron fue una casa hecha de recuerdos a la que vuelven siempre.