Fiel reflejo

Fotos: Janice Bryson

¿No les pasa que Instagram o Facebook les muestra una foto de hace años y se crispan un poquito? Muy aparte de que el recuerdo en sí sea bonito, el peinado, el estilo, el look, la onda… a veces parece que el tiempo pasó muy rápido y que esa imagen poco tiene que ver con nosotros. Lo mismo sucede con nuestros espacios personales: piensen en cómo vivían hace unos años… Si les mostrasen una foto hoy, ¿la imagen tendría que ver con lo que son ahora? 

Daniel Huby vive en un departamento que corresponde totalmente a su estilo de vida. Está arriba de un hermoso edificio de ladrillos de los arquitectos Cooper, Graña y Nicolini -de esos que quedan con historia-, tiene tres terrazas, muchas plantas salvajes, pocos muebles pero significativos, mucho arte y una gata, María. Queda a tres cuadras de su trabajo, el showroom de la marca de ropa peruana Escudo, en la que Daniel es director comercial. Su relación con el diseño, su aprendizaje sobre materiales y procesos de creación, su círculo de amigos artistas, se ven reflejados en los interiores de su depa. Pero llegar adonde está, y ser quien es, también ha sido un proceso. 

A los 18 años dejó la casa de sus papás y se mudó a Australia. Tenía que estudiar en la universidad, pero acabó estudiando “en la universidad de la vida”, dice sonriendo y citando el cliché que en su caso fue muy cierto. En Australia pasó por varias casas compartidas: no le importaba la decoración ni pensaba mucho en cómo vivía, su plata la gastaba en otras cosas. Y es que cuando vives en sitios de paso tu mentalidad también lo es; Daniel sabía que no se iba a quedar en ese lugar para siempre y a su alrededor muchos de sus amigos compartían esa misma idea. “Fumaba en mi cuarto, pasábamos la aspiradora una vez cada 6 meses, hacíamos unas juergas maleadazas en la casa. Era un asco… pero también divertidísimo”, recuerda Daniel. 

Cuando regresó al Perú en el 2011, necesitó vivir con sus papás por un tiempo. Era supercómodo y se lleva muy bien con ellos, que siempre lo han apoyado, pero después de tantos años de estar por su cuenta simplemente no sentía que había espacio para su vida en la casa paterna. Así que se mudó con su mejor amiga, con quien también había coincidido en Australia. 

“Tendrías que ver ese depa…”, advierte Daniel. Tenía 24 años: por aquella época Pinterest agarraba fuerza y en la decoración lo vintage y los colores como el menta estaban muy de moda; Daniel caía mucho más en tendencias y acabó pintando su sala con rayitas blancas y azules. Tenía las típicas escaleras como repisas, marcos pintados de dorado, espacios como salidos de una casita de muñecas. Sin embargo, en ese momento se sentía “súper vanguardista”. Mandaron a hacer un sofá “que pertenecía a la sala VIP del aeropuerto de Corea por lo gigantesco”, medía 4 x 3 metros, era curvoso, capitoné y blanco. “Jamás me voy a olvidar de esa vez que llegó una amiga y al ver el sofá me dijo ¡¿qué es esa ballena blanca?!”, se ríe Daniel. “Le decíamos ‘la nave’. Al final lo tuvimos que vender”. 

Vivió 6 años en ese depa, puede decir que creció ahí porque entró de 24 años y salió de 30. Y la diferencia entre uno y otro momento es, de verdad, enorme. Los espacios también nos ven madurar. A veces cambian con nosotros; a veces, solo hay que dejarlos atrás.  

Llegó a su actual departamento cuando una pareja de amigos lo dejó libre. El espacio le encanta por muchas razones: porque ha sido hecho por arquitectos peruanos importantes, porque ha sido pensado desde todos los ángulos, porque hay espacios interiores y exteriores para recibir sus intereses y sus cosas. 

Consideró que el ladrillo del edificio era suficientemente pesado y quiso aligerar los espacios. Lo primero que hizo fue cambiar todas las luces porque Daniel tiene “un tema” con la iluminación. Es muy específico: por ejemplo, odia los dicroicos. Las luces con las que venía el departamento le parecían como del fin del mundo: cuando invitaba gente acababa pasándose de vueltas, apagándolas y mas bien prendiendo velas. Por eso cambió todo y puso unas luces indirectas que rebotan la luz en las paredes. Eso crea unos efectos muy lindos y es, realmente, la atmósfera del lugar. 

Recibió la ayuda de “amigas muy capas”: la arquitecta Augusta Pastor encontró el perfecto tono de peach que le da una bonita vida a su sala, y la arquitecta Pamela Remy hizo la repisa que realmente arma el espacio. Casi no necesitó más. Sin embargo, Daniel confiesa que le tiene un montón de miedo al vacío, y que le gusta llenar paredes. Por ejemplo, quiere una alfombra y seguro acabará teniéndola, pero es alérgico. “Lima me mata”, dice. 

La silla azul de su tío es el único mueble con el que llegó, lo demás lo ha ido juntando a lo largo de estos 3 años. Una de sus primeras adquisiciones fue el sofá de cuero marrón de la sala. Y esa compra fue toda una decisión para Daniel, ya que es vegetariano y reconoce que tener un sofá de cuero no es consecuente. Lo ha justificado muchas veces en su cabeza, y aunque ama el sofá a veces lo mira y susurra para sí: “pucha…”.

Además de las plantas a lo loco de las terrazas, tiene otras que se han hecho de lugares protagónicos en los ambientes, como la palmera de la sala. También tiene mucho arte de amigos: piezas de Gabriela Maskrey, Isis Mur, Ernesto Benavides, Casandra Tola e Ishmael Randall-Weeks. “No tengo nada de alguien a quien no conozca personalmente, eso me gusta. Lo mismo me pasa con mis tatuajes, que todos han sido hechos por amigos. Aunque no sé por qué tengo tantos amigos que tatúan…”, se ríe Daniel. 

Hasta el año pasado este lugar era el centro de la fiesta, pero llegó un punto en el que no quiso más. Ahora lo ve genial para tener una cita, invitar a tres o cuatro personas a cenar o tomarse un café solo. Sí quisiera cambiar la mesa del comedor, porque está un poco cansado de la onda “rinconcito italiano” (aunque es encantador). Aquí hace pilates con una profesora que viene a verlo; en el verano tiene todas las puertas y ventanas abiertas y el depa se llena de bichos, pero no le importa. Además, María la gata es feliz persiguiéndolos. El depa sigue cambiando como va cambiando él. 

“En Australia escuchaba otra música, me nutrí de otra onda, de otros referentes visuales y culturales. En general fue toda una experiencia de joven, de muchos errores, pero también de muchos aprendizajes”, explica. Cuando regresó a Lima se reencontró con las hermanas Chiara y Giuliana Macchiavello, directoras de Escudo -a quienes conocía bien porque sus familias son muy amigas. Recuerda el día en que se encontró a Giuliana en la calle: Daniel había bajado de peso, se vestía con una onda totalmente distinta que había traído de Australia, “y Giuli me djo ‘¡wow que paja! ¡Vamos a tomarnos un vino para conversar!’ Entré a Escudo con un rol poco claro, estuve un par de años trabajando medio tiempo y luego me fui. En el 2016 me volvieron a pasar la voz y ya entré con un puesto más claro y con más poder de decisión. He estado en la marca casi todo el tiempo que he vivido en este departamento”. 

Su trabajo, los viajes, la gente que ha conocido, el discurso y los proyectos que tienen que ver con la revaloración de lo peruano y lo tradicional, claro que han hecho mella en él. Antes no hubiera apreciado la delicadeza de un telar o la belleza que aporta el arte popular. Y seguramente aún hay mucho que puede aprender o descubrir o decidir. Por eso no interesa que esa imagen de hace años no tenga que ver con este momento específico. El cambio es constante, solo hace falta seguir el paso. 

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