Una atmósfera sutil

Fotos: Janice Bryson

Puede ser difícil de creer para quien lo ve detrás de la barra de Mó, trajinando, dando indicaciones y conversando con la gente a su alrededor; o para quien se lo cruza en el pasillo del restaurante, llevando un plato a una mesa o saludando a sus ocupantes; lo cierto es que Matías Cillóniz se considera particularmente antisocial y Mó consume gran parte de su capacidad de lidiar con otros. “Por eso mi casa es muy importante, es mi refugio”, dice el chef. De alguna manera se mueve entre dos espacios muy personales y muy distintos: uno es el restaurante, dinámico, en constante cambio y movimiento, y en el cual Matías es el anfitrión; el otro es su departamento de luces tenues, lindos jardines que él mismo cuida, y paz. Mucha paz.

Vive a pocas cuadras de Mó, en un departamento que comparte con su novio Luis: “Hay momentos en los que alguna situación en el restaurante me drena emocionalmente y tengo que estar en silencio. Para eso, mi casa es muy importante. Le ponemos un montón de cariño para armarla: estuvimos en Tailandia, Cambodia y Vietnam y nos trajimos canastas, pipas de opio, cucharitas; la próxima compra va a ser un mueble con tornamesa y unos vinilos. No suelo hacer muchas reuniones aquí; cuido mucho mis amistades. No sé si soy solo yo o les pasa a todos, pero siento que siempre estoy depurando: me paso la vida escogiendo lo que quiero, mi filosofía, mis gustos, la gente que quiero cerca. Y a esas relaciones sí me gusta cuidarlas: invitarlas aquí, traer algunas cositas de Mó, tomarnos un vino. Pero es poco y cuidado”. 

Como todos, Matías es lo que es y vive como vive porque el camino (las rutas que ha elegido, los baches que ha sorteado) lo han llevado hasta aquí. Pero todo tiene un punto de partida. En su caso, el inicio está en su infancia en Chincha, en la hacienda de su familia paterna. Aún recuerda que antes de llegar, cuando ya estaban cerca, bajaba las ventanas del auto, tal como le enseñó su padre, para oler la tierra que le daba la bienvenida; no se le olvidan los fines de semana -a veces, veranos enteros- que se pasaba sin zapatos corriendo por el campo. 

Jugaba con una patota de primos de su edad y con los hijos del jefe de campo: entre todos sacaban moras y las guardaban en sus polos, embarrándolos; jugaban a las escondidas entre los árboles de mandarinas. Matías manejaba tractor a los 8 años y celebraba la llegada del agua porque significaba que podría bañarse en el río. El campo y su estilo de vida simple y rústico echó raíces en él; por eso siente la necesidad de tocar los insumos, de olerlos, por eso viaja en busca de la naturaleza. Por eso es importante tener plantas en su casa y armar pequeños rincones interiores que parecen sacados de la terraza de una casa de campo. “Estoy muy agradecido por la infancia que me tocó vivir, por ese contacto con la tierra”, dice.

Por otro lado, está su abuela materna, Esther Peschiera. Era coleccionista de plantas y en su casa de San Isidro ninguna se repetía y cada temporada su jardín florecía distinto; cocinaba delicioso y era una anfitriona por naturaleza, sus mesas eran hermosas, pero nunca compartía sus recetas. Matías admiraba su buen gusto, su forma de vestirse, de decorar; ella representa su lado más sofisticado, italiano. Su abuela murió hace 10 años y hoy el chef fantasea con tener otro futuro restaurante y llamarlo Esther.

Se mudaron a este departamento en marzo. Hacía tiempo que Matías no compraba plantas o muebles, o pintaba una pared. Le frustra un poco no poder tener todo listo, quisiera verlo ya perfecto: “El campo debería haberme enseñado más sobre la paciencia, ¡que no tengo!”, se ríe. Sin embargo, reconoce que también es satisfactorio ver crecer un espacio de a pocos. Por ejemplo, acaba de completar el comedor con un mueble de bar antiguo y no puede dejar de mirar esa esquina, lo lindo que le cae la luz, la forma en la que se lucen la fotografía en la pared y la coctelera que era de su abuela. 

En la sala, las canastas que fueron su obsesión durante el viaje a Asia se encuentran con otras que compraron en Iquitos. El fanatismo de Matías por Tintín, la famosa historieta belga, se evidencia en distintas partes del depa, con cuadros y juguetes repartidos. Sus gatos Botas y Ónix se pasean con elegancia por las habitaciones, donde se han pintado algunas paredes de color azul acero, y la atmósfera es cálida y silenciosa. “Este es mi espacio de meditación, mi tiempo de jardinería”, cuenta Matías. “Aquí podemos estar con Luis tomándonos una botella de vino y de pronto reacomodando toda la sala. Aquí puedo arriesgarme a hacer cosas que nadie más va a ver, no me preocupa nada”. 

“Cuando estaba en secundaria empecé a obsesionarme con buscar la felicidad. En el proceso de mi vida he descubierto que la felicidad es un estado de ánimo más y que lo que tengo que buscar es la paz. Y la paz la encuentro adentro. Pero sí necesito mis espacios. Sin Mó no estaría en paz; sin este depa no estaría en paz. Sin la posibilidad de ir a visitar a mi mamá a Gocta, en Chachapoyas, donde vive y tiene un hotelito de cinco cabañas, no estaría en paz. Aquí puedo salir de mi casa e ir caminando al trabajo, voy cortando por todos los parques, no hago rutas rectas de avenidas, sino que busco la ruta más verde, con más sombra y menos gente. Solo uso el carro para irme al mercado, a una chacra o a nadar. Y eso es un lujo. Hace poco hice una terapia de agradecimiento por 21 días, en los que tuve que agradecer por distintas cosas todos los días. Te levantas y te acuestas con una sensación de gratitud muy grande”. 

Mó ha sido una de las grandes lecciones de su vida. La primera vez que abrió el bistró fue en el 2016, en Barranco. Empezó con mucha fuerza; concitó gran atención su opción de brunch que en ese momento no era tan popular en Lima como lo es ahora. Matías tenía 29 años, era joven para tener su restaurante propio, tenía ambición, tenía orgullo, quizá sintió que ya la había hecho. Entonces, repentinamente, el local que albergaba a Mó tuvo que cerrar y toda su inversión (de tiempo, de dinero, de energía) se quedó en el aire. “Fue muy duro”, recuerda ahora. “Pensé que iba a ser el peor año de mi vida y no sabía cómo lo iba a sobrevivir”. Tras el cierre pasó meses de rabia, desilusión y desconfianza. Mientras tanto veía que todos a su alrededor seguían y sentía que a él lo dejaba el momentum. “Me aislé del mundo; dejé de seguir en redes sociales a cocineros, periodistas, a todos. Hasta que me dije: qué importa lo que los demás estén haciendo, lo que importa es lo que tú necesitas ahorita”.  

Cuando Mó cerró, Matías empezó a hacer asesorías para otras empresas; cocinó mucho en su cocina y empezó a planear la decoración de su nuevo depa, lo cual fue muy estimulante. Comía sano, hacía más deporte, se fue a Chachapoyas a visitar a su mamá. Al final resultó una etapa superenriquecedora. Poco antes de que Mó cerrara, unos jóvenes inversores lo habían buscado interesados en apostar por él; es por lo que a pesar de la decepción que vivió, Matías pudo revivir Mó rápidamente, en el 2018, esta vez en su actual local de Miraflores. Volver a empezar le ha dejado más de un aprendizaje, y entiende que no será la primera vez que tenga que reajustar todo a su alrededor. “Pero ahora sé que debo tener huevos en diferentes canastas, porque de la noche a la mañana no me puedo quedar en la calle nunca más. Ahora estamos con planes de crecimiento”. 

Luis estudia Medicina y sus días son complicados. Matías, por su parte, ha elegido una profesión con horarios muy sacrificados. Sin embargo, él preserva sus espacios personales. Aquí en el depa hacen rompecabezas, ven una película. Matías procura descansar, dormir bien, meditar. Como vive tan cerca va y viene del restaurante dos o tres veces al día, pero apunta a ser más como un director de orquesta y que la música suene sola. “Quiero vivir en paz: si mi mamá está en Lima y solo tiene un par de horas para tomarse un café conmigo, ella va a ser mi prioridad. Y si una semana tuve muchas reuniones de trabajo y no pude escaparme a hacer deporte, la siguiente semana no voy a programar ni una cita. Me tomo muy en serio mi vida profesional, pero también mi crecimiento emocional”.

Matías colecciona cuadernos de notas: cuando revisa uno antiguo se sorprende de lo que pensaba, de lo que le preocupaba, hasta de los platos que cocinaba en ese momento. En su depa siempre hay una referencia a la memoria, a su memoria: el cuadro de su guapísima abuela que pintó Mariano Soyer y un maletín con su colección de estampillas que no ha abierto desde que ella murió. Tiene muebles antiguos que compra en anticuarios o en la Cachinita, y no puede evitar preguntarse quiénes y cómo habrán sido sus primeros dueños. Él que ha crecido en el campo, que ha escuchado al río, al barro y que ha andado entre árboles de noche, es más sensible a ciertas cosas: alguna vez ha sentido la energía de esas piezas antiguas que trae a su hogar. Luis, como buen médico, no cree en nada que no se pueda probar. Sin embargo, le concede a Matías la posibilidad de que existan diversas dimensiones. Es, al menos, un concepto interesante. Y quizás la paz interior no sea más que eso: el equilibrio entre todas aquellas dimensiones que conforman una única y compleja persona. 

A %d blogueros les gusta esto: