Fotos: Hilda Melissa Holguín
Entrar a la quinta miraflorina casi escondida entre los edificios y comercios de la avenida, es retroceder en el tiempo. ¿Árboles y arbustos en medio de casitas de colores? ¿Vecinos que se conocen de nombre y se saludan al pasar? ¿Niños jugando con bicicletas y con perros? “¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?”, pensó una sorprendida Patricia Ku King, la primera vez que cruzó las rejas de la quinta. La editora había ido a buscar a su pareja, el fotógrafo Jaime Gianella, que compartía una casa con otros artistas visuales, a manera de taller. “Siempre me hablaba de este lugar, pero yo nunca le había dado bola”, recuerda Patty. “Aquella vez me abrió la puerta y al ver la casa entré en shock. No podía creerlo. ¡Tenía que ser mía! ‘¡Esta es la casa!’, le decía a Jaime”.

Los periodistas se conocieron mientras cubrían una marcha, cuando trabajaban en un mismo medio, y ya tienen 19 años juntos. Han vivido un año en Madrid y en Lima se mudaban de departamento cada año o año y medio; Patty estaba harta. Y entonces descubrió la casa: una construcción de 1927 que en ese momento había sido adaptada a las necesidades de los artistas cuyo trabajo albergaba. “No tenía un sol para comprar algo, pero igual empezamos a investigar”, cuenta Patty. “El dueño era un señor que la había heredado pero que vivía con su familia en Canadá y solo la mantenía para alquilarla. Cada cierto tiempo le preguntábamos si la quería vender y siempre respondía que no”. Tras años de insistencia, las elecciones presidenciales del 2011 y la perspectiva de inestabilidad ante la segunda vuelta lo animaron a vender. Ahí estuvieron Patty y Jaime.
No les sobraba el dinero. De hecho -y pese a que pudieron negociar bien el precio- hacerse con la casa implicaba un gran esfuerzo. Construida sobre un terreno de 108 m², tiene una buena distribución y eso la hace parecer más amplia. Pero cuando la recibieron estaba en mal estado: la cocina se usaba como cuarto para revelar fotos y el interior daba la espalda al patio, motivo por el cual no entraba la luz; además, el baño principal y las conexiones de agua no funcionaban.“Nos mudamos aquí al toque porque no podíamos pagar refacciones y a la vez alquilar otra cosa. Maxi ya había nacido, tenía un año. Esto era un desastre. Resolvimos las cosas más urgentes y luego estuvimos un año con la casa como estaba porque no le podíamos hacer nada”, explican.
Al cabo del primer año, se contactaron con el arquitecto José Bauer, quien les ayudó con la primera gran remodelación de la cocina. “Durante casi 3 meses estuvimos cocinando en la sala”, se ríe Patty. “Fue duro aprender del adobe: nuestra ropa estaba toda embolsada y teníamos tierra hasta en la boca”.


Mantener la casa es cosa de todos los días. Es un compromiso que todos asumen. Pero hace un año la familia se embarcó en una segunda refacción grande, y tal como la primera vez, debieron convivir con las obras. La cocina y la lavandería se unificaron para tener una cocina más grande, se pusieron mamparas alrededor del patio y se cambiaron los pisos. “Nosotros dijimos: ‘Ya somos más cancheros, ya hemos sobrevivido a una remodelación antes’, y decidimos hacerlo todo solos, sin un arquitecto”, cuenta Patty. “Solo en conseguir los pisos nos demoramos 7 meses, y luego teníamos un camión de losetas acumuladas en el patio hasta que coincidimos con el maestro que tenía que poner los pisos”. “¡Fue un desastre!”, acota Jaime. Aunque en el momento el desorden fue brutal, ahora lo cuentan con el orgullo de quien narra una aventura que pudo haber acabado mal pero que, por el contrario, tuvo un final triunfante.
Aprendieron muchísimo. Tuvieron la suerte de conocer al maestro de obras que trabajó con el gran arquitecto peruano Miguel Rodrigo Mazuré, y solo esa coincidencia les emocionó. Fue él quien les recomendó usar las losetas que sobraron para construir un murito en el patio y poder tener árboles, algo que Jaime siempre había querido.
Se aventuraron con decisiones debatibles, como usar porcelanato de pisos para el counter de la cocina, porque el granito estaba demasiado caro. Hicieron sus muebles en triplay fenólico pese a que los carpinteros les decían que no quedarían bien: hoy un par de vecinos ya han copiado el bonito y ahorrativo modelo.

Patricia editó la publicación de diseño y decoración Casa y más durante 6 años. Pero el gusto por el diseño -o el aprecio por las cosas bonitas- lo ha tenido desde siempre. Jaime fue el primer fotógrafo de Casa y más así que cuando ella entró a editarla volvieron a trabajar juntos. Hoy han creado una agencia de contenidos y uno de sus proyectos es hacer una revista de arquitectura, decoración y diseño. “La gente tiene una conexión superespecial con sus espacios”, dice Patty. “No importa cómo sean estos espacios, da igual si es una casa grande o un cuarto, la conexión es increíblemente reveladora de cómo eres y de cuál es tu historia”.
Claro que han pasado por momentos de dudas. A la casa, por su antigüedad, por la humedad de Miraflores, siempre le va a pasar algo. Si arreglan la cañería, se malogra la electricidad; si arreglan el piso, se malogra el techo. La madera suena por las noches y eso al comienzo asustaba horrible a Patty. Con el tiempo ha aprendido a hacer varias cosas por su cuenta, para no tener que estar llamando a maestros y técnicos a cada rato. “Una casa es como una persona: tienes que conocerla, saber sus manías, sus ruidos, hasta sus olores”, reflexiona. La inversión que demanda un espacio como este no es solo económica, es también -y sobre todo- emocional.
Es por eso que la casa puede considerarse parte de la familia. Se nota en las fotos que Patty sube a sus redes, en la forma como escribe o habla de sus ambientes: es una presencia importante en su vida y es este volumen que los reúne y los une. Ellos son Patty, Jaime, Maxi, Toribio el perro (que adoptaron hace 2 años) y la casa. Juntos.

Y juntos disfrutan de la vida en comunidad al interior de la quinta. Con otros vecinos se ponen de acuerdo para hacer refacciones y así conseguir un mejor precio; siembran árboles entre todos. Los vecinos entran a la casa de Patty y Jaime para ver cómo han puesto tal o cual cosa, o cómo han solucionado algún tema de la casa para poder replicarlo en las suyas. A veces se sientan en las escaleritas de la entrada a tomar café o comer un postre debajo del jazmín; Maxi y Toribio salen solos por las mañanas para dar una vueltita por la quinta. Nada de eso existiría si viviesen en un lugar con puerta a la calle.
“La verdad es que venderla nos solucionaría un montón de cosas, pero sin importar cuánto nos paguen esto no lo vamos a poder conseguir en otro lugar”, dice Patty. “Yo creo en el destino: creo que hay cosas que son para ti. Haber peleado tantos años para poder tener esta casa, y seguir peleando para tenerla bien, es por algo”.