Palabras: Romina Herrán / Fotos: Hilda Melissa Holguín
No querían mudarse. Al menos, no al inicio. Luciana Tudela, artista plástica y directora de arte, y Christian Salmon, realizador audiovisual, estaban tranquilos en su departamento anterior frente al parque Mora, en San Isidro. Era el primero en el que habían vivido como pareja, pero el dueño lo necesitaba, así que debían irse.
Un día, Luciana caminaba algo distraída, cuando se topó con este edificio antiguo que, en el quinto piso, tenía el cartel de ‘Se alquila’. Era el destino: solo estaba a seis cuadras. Espacios amplios, una cocina bien iluminada, baños renovados, armarios nuevos, vista a un parque y petfriendly —tienen tres gatos: Tadeo, Abril y Valentín—, así que cumplía con los requisitos. “Demasiado bueno para ser cierto”, pensaba Luciana. Se mudaron hace unos meses, apenas en mayo, y están convencidos de que fue lo mejor que les pasó.





Luciana y Christian están juntos desde el 2017. Se cruzaron alguna vez en la universidad, pero cuando Luciana regresó de hacer su maestría en España y visitó a su mejor amiga, conoció al amigo de su roommate, Christian, que pasaba mucho tiempo en ese lugar. Así empezó su historia.
En sala han creado un lenguaje propio, muy de ellos. Es donde más paran. Tiene la vista del parque y sus árboles altos, los pajaritos amarillos y azules que vuelan entre sus copas y la entrada imponente de la luz natural. Christian, que se levanta hacia las cinco de la mañana, toma allí su café, mientras observa el amanecer, y Luciana se le une una hora después. “Es como nuestra casa en el árbol”, dice Christian.
Aunque Luciana no era fan de tener un televisor en la sala, el “miedo al vacío y al blanco”—algo que tienen en común—, ganó. Su decoración es personal, sin pretensiones y colorida. Las paredes están llenas de arte, sobre todo con valor sentimental, como las serigrafías de su amiga Andrea Vela Alarcón; artesanías, algunas conseguidas en la feria Ruraq Maki y la Amazonía peruana; y chucherías que los hacen reír, como esa lámpara de pato o el cartel “Todo Angamos” que Christian recogió cuando se le cayó a una combi en la pista. A Luciana le apasiona ir al centro de Lima a ver cosas y encontrar baratijas. Para ella, es como la búsqueda del tesoro. Sin temor a decirlo, “bordeamos lo hoarders”, bromea él.



Muchas cosas, como la mesa de centro y las repisas, salieron de proyectos en los que Luciana hizo la dirección de arte y la acompañan desde su primer depa. Los sofás celestes en pino sí los mandaron a hacer con su amigo Kenett Falcón, de Federal Factory. En la misma área social está el comedor —la mesa era de una producción, las sillas amarillas son nuevas—, la casa de los gatos y el escritorio de Luciana.
Ella ha montado su espacio de trabajo con una mesa que previamente fue parte de una escenografía; una silla gamer, que solo aceptó por su color rosado y porque tiene la palabra ‘Unlimited’; y piezas de arte, como la pintura de Alejandro Alayza que él le regaló en 1997, y un dibujo de su amiga, la artista Fátima Rodrigo. A veces, cuando la mente se lo pide, medita allí durante cinco minutos. Luego, empieza su día laboral.
Desde esta zona del departamento, diseña espacios o crea para su proyecto Jungla, en el que se dedica a hacer dibujos –que también están salpicados, adornando su hogar–, cuadros en técnica mixta, colecciones de aretes y hasta pañuelos ilustrados. “Soy inquieta y mi cerebro va a dos millones por hora”, admite. Observando la naturaleza e inspirándose en ella, según Luciana, puede entenderse mejor a sí misma.




Toda la decoración de su casa está pensada en composiciones de color. Tiene sentido, claro, por su formación. A ella le gusta jugar con los colores, distribuirlos por su departamento y que los objetos conversen entre ellos. Hace ese ejercicio cada vez que reorganiza. Cuando llegaron las sillas amarillas para su comedor, por ejemplo, decidió sumar un cuadro amarillo (hecho por ella) en su escritorio, un par de alfombras amarillas en el piso y añadió floreros amarillos en la repisa. Felizmente Christian no es monocromático, y entiende su mirada.
En profunda sintonía con la vista del parque, la casa está llena de plantas. Luciana se encarga de verlas y dibujarlas; Christian de investigar y cuidarlas. Él tiene una repisa dedicada a las plantas a las que les tiene más feeling. Solo ahí hay unas doce, entre monsteras, philodendron, alocasia y pothos. “Durante la pandemia, encontré en ellas la forma de estar en la calle sin estarlo y me volví un enfermo de las plantas. Para cuando nos mudamos, había aprendido lo suficiente sobre sus necesidades y es parte de mi rutina en casa”, cuenta.





Christian pasa varias horas del día en su propio estudio. Su oficina, montada en una de las dos habitaciones que tiene este departamento, lo define. Hay una repisa de madera, que estaba previamente instalada y que cuando Luciana vio, exclamó: “Aquí entran todas tus cosas, Christian”. Basta con ver lo que hay allí para entender su lado más nostálgico: juguetes, desde las tortugas ninjas hasta los Kendamas, típicos de Japón. Un cuadro con sus entradas a conciertos, tocadiscos y vinilos del payaso Popy o las ediciones especiales de Wu-Tang Clan, uno de sus grupos favoritos. También hay un carné de BlockBuster, un Nintendo y consolas de PlayStation. Colgados en las paredes destaca un longboard, el primero que compró en la época que hacía downhill, y skates de las marcas de sus amigos.

Las vibras del departamento coinciden con las de un par que se ha compenetrado bien, muy bien. Dos personas que no tienen miedo a ser auténticos, diferentes, a no seguir las tendencias y crear sus propias reglas.
