Palabras: Rebeca Vaisman / Fotos: Hilda Melissa Holguín
En los 15 años que lleva en Barcelona, se ha mudado unas siete veces, eso calcula. La artista peruana Daniela Carvalho ha vivido en habitaciones, con compañeros y sola; se ha quedado en muchos de los barrios de la ciudad. El departamento que ocupa hoy está en el famoso Barrio Gótico. Es el lugar en el que más tiempo ha estado: lleva siete años aquí.
Es un edificio antiguo, de finales de 1800. Muchas veces se pregunta por toda la gente que ha vivido aquí antes que ella. El suyo es un departamento grande (sobre todo para estar en pleno centro de la ciudad), de dos dormitorios, con balcones, con un salón amplio y con mucha luz natural.








Del Gótico le gusta su arquitectura e historia, pero se trata del mero centro turístico de la ciudad y eso puede llegar a agobiar. No se siente con vida de barrio, justamente, porque muchos de los comercios están pensados para el turista y no para el vecino local. En cambio, algo que le encanta de la ubicación es que la playa queda a diez minutos y empezar corriendo por el malecón en las mañanas es algo que no cambia por nada. “Eso me da la vida”, dice Daniela.
Cuando le entregaron el piso –como se les llama a los departamentos en España– estaba descuidado: ella lo ha ido arreglando un poquito, nada extremo, sobre todo pintarlo y ponerle cariño. Las paredes tenían muchas manchas de humedad y quiso descascararlas: encontró papel tras papel, un sinfín de capas, y se dio cuenta que iba a ser imposible llegar hasta el final. Por darle un toque, pintó la puerta del baño de celeste, y más bien cubrió de blanco el gran muro rojo que encontró en la sala. Con sus muebles, objetos y arte tiene suficiente color.
Por eso, su cocina sorprende tanto. Los pisos en blanco y rojo y la carpintería en rojo y verde limón. Daniela la llama su “cocina Almodóvar”. Al comienzo le ponía nerviosa y de hecho planeó pintar encima del verde. Pero lo fue dejando… y agarrando el gusto. Tanto así, que en lugar de rechazar la combinación de colores se entregó a ella, y fue comprando artefactos rojos, como la cafetera y la tostadora.



“Una cosa ha estado siempre metida en mi cabeza, y es que no me voy a quedar en Barcelona para siempre. Entonces, cuando he sumado cosas ha sido siempre con desapego: siempre he procurado que no sean muy caras ni muy valiosas, porque siempre he pensado que en cualquier momento las voy a tener que vender o regalar. Pero llevo ya 15 años… y poco a poco noto que está cambiando esa forma de pensar. Me voy dando cuenta de que aquí vivo”.
El desapego material que eligió durante mucho tiempo no significa que Daniela no posea objetos que son especiales y que le gustan. Por el contrario, en su casa necesita tener cosas que vayan bien entre ellas y que le produzcan satisfacción. Varias de sus cosas la acompañan desde la primera vez que se mudó sola, hace una década; otras cosas las ha heredado de sus roommates, como el sofá de la sala, cuyo color no le encanta y para resolverlo, le ha puesto una manta encima. Le gusta ir a tiendas y encontrar cosas pequeñas que va dejando por la casa. Le dedica tiempo a hacer que los espacios se vean mejor. Y tiene cosas que quiere mucho, como la mesa de centro que diseñó su amigo catalán Mike García, y la alfombra que se llevó de Puno. Y sus piezas de arte, claro.





Tiene cuadros de otros artistas peruanos, como el grabado de Armando Williams o el dibujo de Christian Bendayán. Algunas son piezas de amigos, como la fotografía de Lima del peruano Jorge Luis Dieguez, quien también vivió en Barcelona unos años y ahora se encuentra en Londres. Daniela ha comprado cuadros, se los han regalado o ha intercambiado piezas. Y también convive con su propia obra, aunque su relación con esta es complicada. Explica que se cansa, que va colgando y moviendo sus dibujos para usarlos, sobre todo, como referencias. Es muy crítica con su trabajo. Sin embargo, el gran lienzo que corona la sala es un óleo que hizo hace tiempo y cuyo resultado le sigue gustando mucho. Es una invitación insistente para retomar la pintura, pero también es un recordatorio de que puede hacer las cosas bien, y ella ha decidido darle un espacio protagónico a ese pensamiento.
La casa está llena de plantas. Daniela nunca había tenido tanto espacio para dejarlas crecer: la gran monstera ha tomado prácticamente la mitad del salón. Su potus gigante se ha mudado tanto como ella: podrá dejar muebles atrás, pero nunca sus macetas.
De tanto vivir entre libros y plantas, Daniela se ha dado cuenta que, más que muebles, una casa bonita necesita objetos vivos, con espíritu. Como los espejos, en su caso. En su habitación tiene cuatro y en la sala otros dos; admite que no hacen falta. “Puede ser un poco vanidad”, piensa en voz alta. “O también, como paso mucho tiempo sola, puede ser para recordarme que estoy aquí, que no soy una bruma de pensamientos, que soy real”.





Daniela ha montado su escritorio en una parte de la sala. Si necesita trabajar un cuadro grande lo cuelga en la pared. A veces le queda chico el espacio, pero siente que, si alquila un estudio, al final va a pasar más tiempo en casa porque suele trabajar muy tarde por la noche o muy temprano por la mañana. “Soy una persona muy casera, me siento muy cómoda trabajando aquí. Eso de que en tu propia casa no te concentras para mí es todo lo contrario: estoy muy a gusto y he armado mi casa de tal manera que me siento bien aquí, y eso es esencial para poder trabajar”.
Actualmente vive con la cantante peruana Saphie Wells: es su sexta compañera en este piso. Saphie se mudó un mes antes de que empezara el confinamiento por la pandemia. Ya eran amigas, pero el encierro las volvió mucho más unidas. “Saphie es una linda persona”, dice Daniela. “Tenemos personalidades diferentes, pero creo que hay mucho respeto y admiración entre las dos. Y por eso hay armonía en la casa”.





Antes, el piano de Saphie estaba en la sala, y a veces lo tocaba mientras Daniela pintaba: “Era una escena muy cliché”, se ríe la artista plástica. Desde hace un tiempo, Saphie ha mudado el piano a su cuarto porque está componiendo su disco nuevo. Los espacios de trabajo de ambas artistas quedan en extremos del departamento y eso facilita que ambas se puedan concentrar en lo suyo. Saphie se puede encerrar en su habitación, pero el espacio de trabajo de Daniela es abierto. Aún así, a Daniela no le molesta que su compañera esté por la casa. De hecho, a veces es bueno que la invite a parar y a socializar un poco más.
“Cuando trabajo me encierro tanto en lo que estoy pensando y en lo que tengo en frente que el entorno desaparece. En ese sentido, esta casa desaparece como espacio físico, pero me ayuda en el estado de ánimo, porque aquí me siento bien. Entonces, cuando necesito desconectarme del cuadro que estoy trabajando, aquí está mi refugio para poner música a todo volumen, tomarme una copa de vino, y luego seguir trabajando. En otro lugar no me sentiría así”.

Aún sueña con tener una terraza pero, mientras eso ocurre, aprovecha mucho sus balcones. Sobre todo, el del salón que tiene una silla y que usa para leer. Suele salir a tomar el aire un rato y ver a la gente pasar. Y en invierno, se sienta ahí sobre las once de la mañana, el momento exacto en que el sol le da directo en la cara. Hay lugares que te recargan de energía.
